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12 febrero 2013

Fragancias Oscuras

Tenía los muslos cubiertos de sudor, como si los besos que me dio me hubieran fermentado los lunares rojos que tenía por todas partes. Esa noche se fue borrando como el sabor de mariscos podridos que me quedó en el paladar después de la cena. En el lugar donde trabajaba, una amiga me dijo que un cliente me estuvo buscando con mucha insistencia. Me sobrepasaba el hecho de que los imbéciles con los que me acostaba se enamoraran de mí. La mayoría me buscaba porque no podían hacerlo con su esposa o porque se les antojaba cubrir con las sábanas de hotel barato el cuerpo incandescente de una mujer infecunda. En su lecho de muerte mi madre me dijo que para lo único que serviría era para ser una puta.

—Me dejó su número—comentó mi amiga— para que le llames en cuanto puedas.

     Tomé el papelito,  y me di cuenta que no sólo tenía el número anotado sino también una dirección.  No estaba muy interesada en él, pero una curiosidad y un frío helado me recorrió la espina dorsal junto con un deseo incontrolable por beber agua con sal y tener sus dedos entre los míos. Tembló mi garganta. El zumbido constante de una abeja cerca del oído me hizo caminar desesperadamente hacia la calle.  Subí al primer taxi que encontré y le pedí al chofer que me llevara a esa dirección.  

—Pero yo no llego hasta allá — dijo—. La puedo dejar cerca, pero tendría que caminar. Yo asentí con la cabeza, mientras el corazón se me estrujaba como las ciruelas pasas en el otoño tardío. Ni si quiera me acordaba bien de su rostro, sólo de sus manos y del anillo de plata que llevaba puesto en el anular.

—Hasta aquí llego muchacha—dijo el conductor—.Le pagué y me bajé como aturdida. No sabía en donde estaba. El viento de octubre comenzaba a lubricar mis ojos y la semioscuridad  me hizo caminar hacia adelante. Vi una vieja casa, de color blanco, que tenía en las esquinas dos quinqués y unas macetas llenas de petunias. Decidí preguntar si alguien lo conocía. Un hombre corpulento me dijo con la mirada amarilla y lívida.

—Te está esperando al otro lado, si quieres te llevo y te digo donde está.

   Me llevó a lo que alguna vez fue una cantina. En cuanto entré me senté en la primera silla que estaba a mi paso, no soportaba el peso de las piernas. El lugar estaba lleno de polvo y telarañas. Cuando giré para preguntarle dónde estaba el baño, se había ido. La cabeza me iba a estallar, busqué unas pastillas en mi bolsa, caminé a la barra, me serví un tarro de cerveza y me lo bebí todo sin respirar.  Después de un suspiro hondo que llenó mis pulmones de un aire seco, sentí sus manos apretando mi vientre. Entrelace sus dedos con los míos, me volteé hacia él, pero su cara se confundía con la penumbra del lugar.  No dijo una palabra. Salimos de la cantina y me condujo a un cuarto cerca de ahí.  Nuestros cuerpos temblaban como lirios sobre el agua. Absorbí la esencia de su piel, me tragué el aroma oscuro de sus labios, mientras sentía como su cabello recorría mis ingles, el anillo frío de su dedo anular hacía círculos en mi ombligo y con las uñas formaba figuras triangulares en mi espalda. Su cabeza se cubría con el  polvo de la habitación  y la luz de la luna que entraba por la pequeña ventana. Nos bebimos hasta el amanecer.

   Cuando desperté, estaba en el piso con la ropa puesta. Tenía un sabor de mariscos podridos en la boca, entonces recordé que un día antes había cenado calamares en una marisquería del centro. Las piernas me ardían, como si llevara rocas sulfurosas en la sangre. No soporté el pantalón y me lo quité.  Volví a sentir el zumbido de la abeja. Me senté en un catre oxidado, hasta que el vómito me subió por la garganta y expulsé todo. Un temblor me sacudió los brazos y me acurruqué al pie del catre, me percaté de que tenía lunares rojos en los muslos y en los pechos.  Cerré los ojos y recordé como su cabeza se acomodó en mi abdomen. Me levanté y vi por la ventana. En el estupor, sentí que me asfixiaba por el incienso que salía de las paredes de la habitación, quise gritar pero no pude. Di dos pasos hacia atrás y pisé la punta de sus pies.  Di la vuelta y me sonrió antes de que el polvo que flotaba lo cubriera  hasta evaporarlo, junto con el perfume de flores quemadas.


 


                                                                                                                   Nayeli Rodríguez Reyes


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