—Me
dejó su número—comentó mi amiga— para que le llames en cuanto puedas.
Tomé el papelito, y me di cuenta que no sólo tenía el número
anotado sino también una dirección. No
estaba muy interesada en él, pero una curiosidad y un frío helado me recorrió
la espina dorsal junto con un deseo incontrolable por beber agua con sal y
tener sus dedos entre los míos. Tembló mi garganta. El zumbido constante de una
abeja cerca del oído me hizo caminar desesperadamente hacia la calle. Subí al primer taxi que encontré y le pedí al
chofer que me llevara a esa dirección.
—Pero
yo no llego hasta allá — dijo—. La puedo dejar cerca, pero tendría que caminar.
Yo asentí con la cabeza, mientras el corazón se me estrujaba como las ciruelas
pasas en el otoño tardío. Ni si quiera me acordaba bien de su rostro, sólo de
sus manos y del anillo de plata que llevaba puesto en el anular.
—Hasta
aquí llego muchacha—dijo el conductor—.Le pagué y me bajé como aturdida. No sabía
en donde estaba. El viento de octubre comenzaba a lubricar mis ojos y la
semioscuridad me hizo caminar hacia
adelante. Vi una vieja casa, de color blanco, que tenía en las esquinas dos quinqués
y unas macetas llenas de petunias. Decidí preguntar si alguien lo conocía. Un
hombre corpulento me dijo con la mirada amarilla y lívida.
—Te
está esperando al otro lado, si quieres te llevo y te digo donde está.
Me llevó a lo que alguna vez fue una
cantina. En cuanto entré me senté en la primera silla que estaba a mi paso, no
soportaba el peso de las piernas. El lugar estaba lleno de polvo y telarañas.
Cuando giré para preguntarle dónde estaba el baño, se había ido. La cabeza me
iba a estallar, busqué unas pastillas en mi bolsa, caminé a la barra, me serví
un tarro de cerveza y me lo bebí todo sin respirar. Después de un suspiro hondo que llenó mis
pulmones de un aire seco, sentí sus manos apretando mi vientre. Entrelace sus
dedos con los míos, me volteé hacia él, pero su cara se confundía con la
penumbra del lugar. No dijo una palabra.
Salimos de la cantina y me condujo a un cuarto cerca de ahí. Nuestros cuerpos temblaban como lirios sobre
el agua. Absorbí la esencia de su piel, me tragué el aroma oscuro de sus
labios, mientras sentía como su cabello recorría mis ingles, el anillo frío de
su dedo anular hacía círculos en mi ombligo y con las uñas formaba figuras
triangulares en mi espalda. Su cabeza se cubría con el polvo de la habitación y la luz de la luna que entraba por la
pequeña ventana. Nos bebimos hasta el amanecer.
Cuando
desperté, estaba en el piso con la ropa puesta. Tenía un sabor de mariscos
podridos en la boca, entonces recordé que un día antes había cenado calamares
en una marisquería del centro. Las piernas me ardían, como si llevara rocas
sulfurosas en la sangre. No soporté el pantalón y me lo quité. Volví a sentir el zumbido de la abeja. Me senté
en un catre oxidado, hasta que el vómito me subió por la garganta y expulsé
todo. Un temblor me sacudió los brazos y me acurruqué al pie del catre, me percaté
de que tenía lunares rojos en los muslos y en los pechos. Cerré los ojos y recordé como su cabeza se acomodó
en mi abdomen. Me levanté y vi por la ventana. En el estupor, sentí que me
asfixiaba por el incienso que salía de las paredes de la habitación, quise
gritar pero no pude. Di dos pasos hacia atrás y pisé la punta de sus pies. Di la vuelta y me sonrió antes de que el polvo
que flotaba lo cubriera hasta
evaporarlo, junto con el perfume de flores quemadas.
Nayeli Rodríguez Reyes
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