Effaoc
Por: Guillermo Romero Vazquez.
Por aquel tiempo cuando aún los hombres arreglaban sus diferencias con
navaja en mano mientras sus mujeres rezaban el rosario, uno de los
descendientes de A’sharia Zina de nombre Effaoc, vagaba por los confines de
Etiopía, no lejos de las fuentes del Nilo,
en compañía de su inseparable perro de parda tonalidad intensa, como la
lealtad que le guardaba, se llamaba Oniujet. La travesía emprendida desde el
encanto solemne de Bombay los había dejado en un impróvido trastorno, puesto
que el calor sobre los mares arábigos que tuvieron que cruzar y sus pensamientos taciturnos les habían
derretido por completo los sesos y el estómago, al grado de que cuando llegaron
a tierra se abalanzaron contra todo el pasto tomándolo por alimento al creer
que era la guarnición de escarolas de algún exquisito platillo de los que se habrían de servir en los más finos restaurantes parisinos.
Deambularon perdidos en la orilla del
mar en búsqueda de contacto humano, y al
transcurso intrépido de dos semanas, Effaoc concibió imposible la existencia de
algún mortal sobre esa tierra y bastó una noche de descuido, encomendado al
placer del sueño, para que fueran hombres y mujeres de paños menores que tenían
su mismo color de piel y le robaron la barca en la que había rondado de aquí
por allá como Marco Polo. Cuando despertó no le prestó importancia al suceso
porque bien sabía que su camino no finalizaba ahí, porque una mujer, cuyos ojos
eran como los reflejos emergentes de los océanos y los cielos azules que le
faltaba por descubrir, le dijo que por aquellos céfiros se encontraba una señal
de lo que podía definir su destino, seduciendo su enigmático corazón aventurero, mismo que heredó de su difunto padre; el hombre que, ademas de inculcarle el amor por las montañas y los caudalosos ríos, también le enseñó la importancia de cumplir promesas, porque al final todo aquello habría de ser una sonrisa ancha en el rostro; el reflejo de la voluntad enérgica de un hombre, el legado de su estancia en la tierra y en el corazón de alguien mas.
Effaoc sobrevivió junto con su mascota nutriéndose con la flora y la fauna que le parecía de rubores espléndidos. Caminaron kilómetros y kilómetros hasta que el cansancio de las piernas les gritó que debían detener el designio enloquecido, era una tarde lluviosa repleta de silencio y de tinieblas voraces en la que el firmamento era eclipsado por un sinfín de nubes sucias. Entraron a una cueva compuesta por pedruscos enormes y lóbregos, los estrepitosos rayos hacían que el perro exhausto aullara con más fuerza que cuando presagiaba un mal. Effaoc improvisó una hoguera con abrojos secos que adornaban el mesón, encendiéndola con una cajetilla de fósforos que había encontrado en las calles indias antes de que tomara la decisión de partir sin un rumbo definido. Le parecía demencia que en pleno verano su alma y su piel se sintieran mas helados que un formidable témpano y abrigó una sensación de hormigueo y un frío más intenso cuando por sus oídos penetraron sonidos extraños provenientes del fondo oculto de la cueva, se levantó y preguntó si había alguien ahí, pero no obtuvo respuesta y al reanudar su descanso se escuchó de nueva cuenta el mismo rugido, pero, con mayor extensión en las ondas de un aura de miedo e incertidumbre. Volvió a ponerse de pie y los rugidos no dejaban de hacerse sonar y Oniujet se colocó detrás de sus temblorosas piernas, Effaoc tomó parte de su camisa y la envolvió en la punta de la rama gruesa que le lanzaba a su perro para que él regresara con ella, le hizo un nudo anormal y le prendió fuego para hacerse una antorcha. Dibujó aproximadamente ciento cuarenta y dos pasos pequeños en la tierra para encontrar al autor de los inolvidables sonidos.
Effaoc sobrevivió junto con su mascota nutriéndose con la flora y la fauna que le parecía de rubores espléndidos. Caminaron kilómetros y kilómetros hasta que el cansancio de las piernas les gritó que debían detener el designio enloquecido, era una tarde lluviosa repleta de silencio y de tinieblas voraces en la que el firmamento era eclipsado por un sinfín de nubes sucias. Entraron a una cueva compuesta por pedruscos enormes y lóbregos, los estrepitosos rayos hacían que el perro exhausto aullara con más fuerza que cuando presagiaba un mal. Effaoc improvisó una hoguera con abrojos secos que adornaban el mesón, encendiéndola con una cajetilla de fósforos que había encontrado en las calles indias antes de que tomara la decisión de partir sin un rumbo definido. Le parecía demencia que en pleno verano su alma y su piel se sintieran mas helados que un formidable témpano y abrigó una sensación de hormigueo y un frío más intenso cuando por sus oídos penetraron sonidos extraños provenientes del fondo oculto de la cueva, se levantó y preguntó si había alguien ahí, pero no obtuvo respuesta y al reanudar su descanso se escuchó de nueva cuenta el mismo rugido, pero, con mayor extensión en las ondas de un aura de miedo e incertidumbre. Volvió a ponerse de pie y los rugidos no dejaban de hacerse sonar y Oniujet se colocó detrás de sus temblorosas piernas, Effaoc tomó parte de su camisa y la envolvió en la punta de la rama gruesa que le lanzaba a su perro para que él regresara con ella, le hizo un nudo anormal y le prendió fuego para hacerse una antorcha. Dibujó aproximadamente ciento cuarenta y dos pasos pequeños en la tierra para encontrar al autor de los inolvidables sonidos.
Ante sus ojos se adjudicó la imagen de una
fiera de mediana dimensión que lo siguió con un andar perezoso, tenía la cabeza
inclinada hacia la tierra. Era como un búfalo de pelaje sombrío, cuya cabeza se
asemejaba a la del cerdo, esta se reposaba en el suelo y borraba las huellas
trazadas por el pávido recorrido de Effaoc. La pesadez de su cabeza se
distanciaba del resto de su bestial anatomía por un cuello largo y flojo. Los
ladridos del perro habían sido la causa del despertar del insólito animal que
se reposaba en el fango, Oniujet por su instinto natural de concebir la
normalidad y las anomalías de la Creación se sorprendió de que las patas
negligentes desaparecieran entre la colosal melena de pelos duros que le
cubrían la cara, además de que sus tremendas mandíbulas estuvieran impregnadas
de organismos verdosos ya que con su lengua arrancaba hierbas venenosas y estas
eran terriblemente humedecidas por su aliento. Entonces, Effaoc escuchó una voz
que surgía de lo más profundo del corazón de la bestia con palabras de febril
desahogo que profanaban un silencio asesino.
-No
temas- le dijo- Pero sigue así; al igual
que otros hombres, no debes ver mis ojos, porque si mis párpados hinchados se
levantan en dirección a tus ojos color marrón, caerías muerto de inmediato.
Effaoc abandonó su posición de víctima
ante el mundo platónico de las formas y los arquetipos, y, por su naturaleza
humana que era aquello con lo que los hombres nacen y se enredan para cambiar o
conseguir lo que desean; anheló verle los ojos inexplorados que aún no se
atrevía a ver por temor a que sus palabras fuesen reales y que todo lo que
había brotado de unos labios carmesí no se cumpliera en esa vida.
- - Haré que todos los espectáculos del hombre
se pinten ante el mirar que me prohíbes y prometo hacerme de mucha vida para
que la mirada mía se cruce con la tuya, y así poder descubrir lo que una mujer
de cabellos plateados me anunció. – le juró.
- -Quizá sea la misma que me envió al único
hombre no mortal al que le contemplé las lágrimas de su dolor. – contestó el
animal.
- -Prometo que las mías serán de felicidad.
– aseguró.
Effaoc y el Catoblepas fueron espectadores
de la primera maravilla que se prometieron ver juntos, eran siete colores que
se pintaban en el firmamento con sequía de nubes y una brisa suave extravagante
que provocaba mayor fulgor en los matices resplandecientes de las estrellas. Entonces,
con un orgullo acrecentado por su diálogo genuino con el extraordinario animal,
Effaoc emprendió viajes por toda la extensión del orbe, así duró muchos años
hasta que era el dueño, amo y señor (sin agregar anfitrión) de un monumental circo pletórico de humanidad
y zoología exótica que era condescendiente a los sentimientos del Catoblepas.
Había gitanas de Arabia que cautivaban la
pupila de los espectadores mientras sus esposas compraban rosetas de maíz para
los niños; también había un espectáculo de un trío de elefantes que jugaban
fútbol con mujeres originarias de la tierra de O’ Rei, después, encima de ellos, se atrevían a bailar samba como
en los futuros carnavales de Río y los graciosos paquidermos las imitaban, era
alegre verlos barritar de júbilo luego de tantos ensayos descomunales que les
dejaban dolientes callos en las patas y, a esto, Effaoc les daba la entrada
libre a los infantes más marginados de las ciudades a donde se presentaba el
impresionante espectáculo, con tal de que orinaran en las heridas de los
elefantes y el proceso de cicatrización fuera pronto. Había acróbatas chinos
resultado lejano de la estirpe de las concubinas que fueron quemadas vivas y
enterradas en el funeral del emperador Hongwu de la dinastía Ming.
Un par de enamorados que patinaban sobre
una plataforma de hielo que descendía desde lo más alto, una del país de
Roosevelt y otro del lugar donde nacería Stalin, ella apasionada por la
literatura oprimida en la patria de su amado y él un profeta de la existencia fantástica
de un emblemático artista contratenor que habría cambiar agresivamente el color
de su piel y conquistaría al mundo con sus caminatas lunares. Al finalizar su número la pista subía y se escuchaba un estruendo
que la deshacía y unos vientos parecidos a los de invierno hacían que fuese
nieve lo que cayera en los hombres del afortunado público. Un malabarista turco
también era parte de toda la gama de misterios fantásticos, era ciego del ojo
izquierdo debido a que cuando aprendió a hacer los prodigios que causaban
emoción en la audiencia, lo había hecho con espadas de filo desmedido y, ante un error, uno de los floretes le cayó
en la punta de su córnea, pero el continuó haciendo malabares en el aire aunque
la sangre le tiñera por completo el rostro y eso si admirara de verdad a los
niños.
Se podía disfrutar de las grandezas de una
arquera de Rumania que tenía vista de imponente halcón, una precisión perfecta
y era superior a cualquiera de los arqueros olímpicos de las antiguas épocas helenas
demostrándolo al lanzar infinidad de flechas que terminaban en las manzanas
acarameladas que compraba el gentío; a su vez, era posible escuchar el canto de
un majestuoso ruiseñor que le dedicaba sus notas de amor a una rosa. Era
exuberante, también, contemplar la amistad de una pantera negra con un domador
vietnamita, a un hombre vestido de mujer de la vida fácil que imitaba la
genialidad que distinguiría a María Callas, a un enano que causaba el desespero
de un cíclope de dos metros y medio con sus bromas y con sus sandeces terminando
su turno con la recitación del discurso de duda de Hamlet a una velocidad
impresionante; a un mimo francés y a un mago a la vez pianista argentino que
desde las alturas deleitaba a medio mundo con sus tangos armonizados en re
sostenido mayor, género musical que habrían de patentar los linajes de gauchos a
principios del siglo XX como proyecciones sonoras de letras y sonidos que eran
compuestas por un argot llamado lunfardo y solían expresar las tristezas
especialmente en las cosas del amor; el rioplatense y el magnánimo instrumento pendían
de cuerdas pérfidas y salían conejos de su sombrero que recorrían los hilos de
ida y vuelta.
Y ante las risitas y lluvia de aplausos
salía un pequeño mono que llevaba por nombre Oniujet II, en honor a Oniujet
Perro que formó parte del ciclo de la vida. El mono era ambidiestro y muy
pequeño, al tamaño de los brazos de su amo, a quien acompañaba en la soledad
cuando florecía su inspiración al escribir cartas en la que daba punta de
detalles sobre cada función diferente que hacia su circo de posibilidades y
algún día leérselas al Catoblepas. Le era grato que las palabras que habitaban
desde el fondo de su alma estuvieran trazadas con tinta en el papel saboreando
una copa de los vinos que los alcaldes elegantes de las ciudades espectadoras
le daban por obsequio, bienvenida y sinceros deseos de noches de éxito. Al
final Oniujet II se sentaba en el cajón donde se encontraban las cenizas de Oniujet
I y degustaba la tinta que su amo dejaba en el pequeño frasco.
Effaoc salía de la carpa del circo cuando
todos se sumergían en el ensueño y veía las estrellas imaginando que en alguna cueva de Etiopía,una bestia imitaba su actitud de comunión con el universo, fuente de inspiración esplendida para hombres de solida voluntad como la de el. A su vez, comprendía las luces de la ciudad con nostalgia y
extasiaba su sentido del oído con los leves azotes de la lluvia, en su pensamiento
aterrizaba la idea de que era música capaz de enamorar un día y una noche más a
su eterna amada, una mujer de Australia
que le consentía con pasteles de eucalipto y era la diseñadora de todos los
vestuarios de la humanidad-espectáculo; le llamaba para cantarle al oído, tal como lo hacía el ruiseñor con su
rosa, y liberaba desde lo mas profundo de su ser una infinidad de diapasones sublimes, complementados con distintos versos que le nacían del corazón conforme lo dictaba el momento, porque la lluvia de Ámsterdam era totalmente diferente a
la de Praga y esta nada igual a la de Tokio.
Era fácil descubrir que había en su mirada perlas de felicidad, misma que le habían profesado ella y el hombre que le habló de la satisfacción de hacer realidad todo lo que brota de los labios cuando el corazón va al ritmo de una locomotora. Cuando volvió a saber del Catoblepas, lo llevó a su espectáculo sin que los artistas le miraran y sin saber, siquiera, que había un animal diferente a los que uno se acostumbra a ver y a imaginar en los libros. Al término de la función, quedaron solos el hombre y la bestia en una penumbra sin precedentes.
Era fácil descubrir que había en su mirada perlas de felicidad, misma que le habían profesado ella y el hombre que le habló de la satisfacción de hacer realidad todo lo que brota de los labios cuando el corazón va al ritmo de una locomotora. Cuando volvió a saber del Catoblepas, lo llevó a su espectáculo sin que los artistas le miraran y sin saber, siquiera, que había un animal diferente a los que uno se acostumbra a ver y a imaginar en los libros. Al término de la función, quedaron solos el hombre y la bestia en una penumbra sin precedentes.
- -¿Hiciste todo esto por ver mis ojos? – preguntó
el animal.
- -Si, yo lo hice.- contestó.
Effaoc
contempló los ojos del Catoblepas y dibujó una sonrisa que no pudo ocultarse en
la obscuridad.
-Fin.-
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