Visitas de la semana

12 febrero 2013

Effaoc.


Effaoc
Por: Guillermo Romero Vazquez.

     Por aquel tiempo cuando aún los hombres arreglaban sus diferencias con navaja en mano mientras sus mujeres rezaban el rosario, uno de los descendientes de A’sharia Zina de nombre Effaoc, vagaba por los confines de Etiopía, no lejos de las fuentes del Nilo,  en compañía de su inseparable perro de parda tonalidad intensa, como la lealtad que le guardaba, se llamaba Oniujet. La travesía emprendida desde el encanto solemne de Bombay los había dejado en un impróvido trastorno, puesto que el calor sobre los mares arábigos que tuvieron que cruzar y sus pensamientos taciturnos les habían derretido por completo los sesos y el estómago, al grado de que cuando llegaron a tierra se abalanzaron contra todo el pasto tomándolo por alimento al creer que era la guarnición de escarolas de algún exquisito platillo de los que se habrían de servir en los más finos restaurantes parisinos.

     Deambularon perdidos en la orilla del mar en búsqueda de contacto humano,  y al transcurso intrépido de dos semanas, Effaoc concibió imposible la existencia de algún mortal sobre esa tierra y bastó una noche de descuido, encomendado al placer del sueño, para que fueran hombres y mujeres de paños menores que tenían su mismo color de piel y le robaron la barca en la que había rondado de aquí por allá como Marco Polo. Cuando despertó no le prestó importancia al suceso porque bien sabía que su camino no finalizaba ahí, porque una mujer, cuyos ojos eran como los reflejos emergentes de los océanos y los cielos azules que le faltaba por descubrir, le dijo que por aquellos céfiros se encontraba una señal de lo que podía definir su destino, seduciendo su enigmático corazón aventurero, mismo que heredó de su difunto padre; el hombre que, ademas de inculcarle el amor por las montañas y los caudalosos ríostambién le enseñó la importancia de cumplir promesas, porque al final todo aquello habría de ser una sonrisa ancha en el rostro; el reflejo de la voluntad enérgica de un hombre, el legado de su estancia en la tierra y en el corazón de alguien mas

     Effaoc sobrevivió junto con su mascota nutriéndose con la flora y la fauna que le parecía de rubores espléndidos. Caminaron kilómetros y kilómetros hasta que el cansancio de las piernas les gritó que debían detener el designio enloquecido,  era una tarde lluviosa repleta de silencio y de tinieblas voraces en la que el firmamento era eclipsado por un sinfín de nubes sucias. Entraron a una cueva compuesta por pedruscos enormes y lóbregos, los estrepitosos rayos hacían que el perro exhausto aullara con más fuerza que cuando presagiaba un mal. Effaoc improvisó una hoguera con abrojos secos que adornaban el mesón, encendiéndola con una cajetilla de fósforos que había encontrado en las calles indias antes de que tomara la decisión de partir sin un rumbo definido. Le parecía demencia que en pleno verano su alma y su piel se sintieran mas helados que un formidable témpano y abrigó una sensación de hormigueo y un frío más intenso cuando por sus oídos penetraron sonidos extraños provenientes del fondo oculto de la cueva, se levantó y preguntó si había alguien ahí, pero no obtuvo respuesta y al reanudar su descanso se escuchó de nueva cuenta el mismo rugido, pero, con mayor extensión en las ondas de un aura de miedo e incertidumbre. Volvió a ponerse de pie y los rugidos no dejaban de hacerse sonar y  Oniujet se colocó detrás de sus temblorosas piernas, Effaoc tomó parte de su camisa y la envolvió en la punta de la rama gruesa que le lanzaba a su perro para que él regresara con ella, le hizo un nudo anormal y le prendió fuego para hacerse una antorcha. Dibujó aproximadamente ciento cuarenta y dos pasos pequeños en la tierra para encontrar al autor de los inolvidables sonidos. 

     Ante sus ojos se adjudicó la imagen de una fiera de mediana dimensión que lo siguió con un andar perezoso, tenía la cabeza inclinada hacia la tierra. Era como un búfalo de pelaje sombrío, cuya cabeza se asemejaba a la del cerdo, esta se reposaba en el suelo y borraba las huellas trazadas por el pávido recorrido de Effaoc. La pesadez de su cabeza se distanciaba del resto de su bestial anatomía por un cuello largo y flojo. Los ladridos del perro habían sido la causa del despertar del insólito animal que se reposaba en el fango, Oniujet por su instinto natural de concebir la normalidad y las anomalías de la Creación se sorprendió de que las patas negligentes desaparecieran entre la colosal melena de pelos duros que le cubrían la cara, además de que sus tremendas mandíbulas estuvieran impregnadas de organismos verdosos ya que con su lengua arrancaba hierbas venenosas y estas eran terriblemente humedecidas por su aliento. Entonces, Effaoc escuchó una voz que surgía de lo más profundo del corazón de la bestia con palabras de febril desahogo que profanaban un silencio asesino.

-No temas- le dijo-  Pero sigue así; al igual que otros hombres, no debes ver mis ojos, porque si mis párpados hinchados se levantan en dirección a tus ojos color marrón, caerías muerto de inmediato.

     Effaoc abandonó su posición de víctima ante el mundo platónico de las formas y los arquetipos, y, por su naturaleza humana que era aquello con lo que los hombres nacen y se enredan para cambiar o conseguir lo que desean; anheló verle los ojos inexplorados que aún no se atrevía a ver por temor a que sus palabras fuesen reales y que todo lo que había brotado de unos labios carmesí no se cumpliera en esa vida.

-         - Haré que todos los espectáculos del hombre se pinten ante el mirar que me prohíbes y prometo hacerme de mucha vida para que la mirada mía se cruce con la tuya, y así poder descubrir lo que una mujer de cabellos plateados me anunció. – le juró.

-          -Quizá sea la misma que me envió al único hombre no mortal al que le contemplé las lágrimas de su dolor. – contestó el animal.

-          -Prometo que las mías serán de felicidad. – aseguró.

     Effaoc y el Catoblepas fueron espectadores de la primera maravilla que se prometieron ver juntos, eran siete colores que se pintaban en el firmamento con sequía de nubes y una brisa suave extravagante que provocaba mayor fulgor en los matices resplandecientes de las estrellas. Entonces, con un orgullo acrecentado por su diálogo genuino con el extraordinario animal, Effaoc emprendió viajes por toda la extensión del orbe, así duró muchos años hasta que era el dueño, amo y señor (sin agregar anfitrión)  de un monumental circo pletórico de humanidad y zoología exótica que era condescendiente a los sentimientos del Catoblepas.

     Había gitanas de Arabia que cautivaban la pupila de los espectadores mientras sus esposas compraban rosetas de maíz para los niños; también había un espectáculo de un trío de elefantes que jugaban fútbol con mujeres originarias de la tierra de O’ Rei, después, encima de ellos, se atrevían a bailar samba como en los futuros carnavales de Río y los graciosos paquidermos las imitaban, era alegre verlos barritar de júbilo luego de tantos ensayos descomunales que les dejaban dolientes callos en las patas y, a esto, Effaoc les daba la entrada libre a los infantes más marginados de las ciudades a donde se presentaba el impresionante espectáculo, con tal de que orinaran en las heridas de los elefantes y el proceso de cicatrización fuera pronto. Había acróbatas chinos resultado lejano de la estirpe de las concubinas que fueron quemadas vivas y enterradas en el funeral del emperador Hongwu de la dinastía Ming.

     Un par de enamorados que patinaban sobre una plataforma de hielo que descendía desde lo más alto, una del país de Roosevelt y otro del lugar donde nacería Stalin, ella apasionada por la literatura oprimida en la patria de su amado y él un profeta de la existencia fantástica de un emblemático artista contratenor que habría cambiar agresivamente el color de su piel y conquistaría al mundo con sus caminatas lunares. Al finalizar su número la pista subía y se escuchaba un estruendo que la deshacía y unos vientos parecidos a los de invierno hacían que fuese nieve lo que cayera en los hombres del afortunado público. Un malabarista turco también era parte de toda la gama de misterios fantásticos, era ciego del ojo izquierdo debido a que cuando aprendió a hacer los prodigios que causaban emoción en la audiencia, lo había hecho con espadas de filo desmedido  y, ante un error, uno de los floretes le cayó en la punta de su córnea, pero el continuó haciendo malabares en el aire aunque la sangre le tiñera por completo el rostro y eso si admirara de verdad a los niños.

     Se podía disfrutar de las grandezas de una arquera de Rumania que tenía vista de imponente halcón, una precisión perfecta y era superior a cualquiera de los arqueros olímpicos de las antiguas épocas helenas demostrándolo al lanzar infinidad de flechas que terminaban en las manzanas acarameladas que compraba el gentío; a su vez, era posible escuchar el canto de un majestuoso ruiseñor que le dedicaba sus notas de amor a una rosa. Era exuberante, también, contemplar la amistad de una pantera negra con un domador vietnamita, a un hombre vestido de mujer de la vida fácil que imitaba la genialidad que distinguiría a María Callas, a un enano que causaba el desespero de un cíclope de dos metros y medio con sus bromas y con sus sandeces terminando su turno con la recitación del discurso de duda de Hamlet a una velocidad impresionante; a un mimo francés y a un mago a la vez pianista argentino que desde las alturas deleitaba a medio mundo con sus tangos armonizados en re sostenido mayor, género musical que habrían de patentar los linajes de gauchos a principios del siglo XX como proyecciones sonoras de letras y sonidos que eran compuestas por un argot llamado lunfardo y solían expresar las tristezas especialmente en las cosas del amor; el rioplatense y el magnánimo instrumento pendían de cuerdas pérfidas y salían conejos de su sombrero que recorrían los hilos de ida y vuelta.  

     Y ante las risitas y lluvia de aplausos salía un pequeño mono que llevaba por nombre Oniujet II, en honor a Oniujet Perro que formó parte del ciclo de la vida. El mono era ambidiestro y muy pequeño, al tamaño de los brazos de su amo, a quien acompañaba en la soledad cuando florecía su inspiración al escribir cartas en la que daba punta de detalles sobre cada función diferente que hacia su circo de posibilidades y algún día leérselas al Catoblepas. Le era grato que las palabras que habitaban desde el fondo de su alma estuvieran trazadas con tinta en el papel saboreando una copa de los vinos que los alcaldes elegantes de las ciudades espectadoras le daban por obsequio, bienvenida y sinceros deseos de noches de éxito. Al final Oniujet II se sentaba en el cajón donde se encontraban las cenizas de Oniujet I y degustaba la tinta que su amo dejaba en el pequeño frasco.

     Effaoc salía de la carpa del circo cuando todos se sumergían en el ensueño y veía las estrellas imaginando que en alguna cueva de Etiopía,una bestia imitaba su actitud de comunión con el universo, fuente de inspiración esplendida para hombres de solida voluntad como la de el. A su vez, comprendía las luces de la ciudad con nostalgia y extasiaba su sentido del oído con los leves azotes de la lluvia, en su pensamiento aterrizaba la idea de que era música capaz de enamorar un día y una noche más a su eterna amada,  una mujer de Australia que le consentía con pasteles de eucalipto y era la diseñadora de todos los vestuarios de la humanidad-espectáculo; le llamaba para cantarle al oído, tal como lo hacía el ruiseñor con su rosa,  y liberaba desde lo mas profundo de su ser una infinidad de diapasones sublimes, complementados con distintos versos que le nacían del corazón conforme lo dictaba el momento, porque la lluvia de Ámsterdam era totalmente diferente a la de Praga y esta nada igual a la de Tokio.  

     Era fácil descubrir que había en su mirada perlas de felicidad, misma que le habían profesado ella y el hombre que le habló de la satisfacción de hacer realidad todo lo que brota de los labios cuando el corazón va al ritmo de una locomotora. Cuando volvió a saber del Catoblepas, lo llevó a su espectáculo sin que los artistas le miraran y sin saber, siquiera, que había un animal diferente a los que uno se acostumbra a ver y a imaginar en los libros. Al término de la función, quedaron solos el hombre y la bestia en una penumbra sin precedentes.

-          -¿Hiciste todo esto por ver mis ojos? – preguntó el animal.

-          -Si, yo lo hice.- contestó.

     Effaoc contempló los ojos del Catoblepas y dibujó una sonrisa que no pudo ocultarse en la obscuridad. 


                                                                           -Fin.-

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