Le dije toma nena,
llévale esta canastita llena de cosas buenas a tu abuelita. Abrígate que hace
frío, le dije. No le dije ponte la capita colorada que te tejió la abuelita
porque esto último no era demasiado exacto. Pero estaba implícito. Esa abuela
no teje todavía. Aunque capita colorada hay, la nena la ha estrenado ya y estoy
segura de que se la va a poner porque le dije que afuera hacía frío, y eso es
cierto. Siempre hace frío, afuera, aun en los más tórridos días de verano; la
nena lo sabe y últimamente cuando sale se pone su caperucita.
Hace poco que usa su
capita con capucha adosada, se la ve bien de colorado, cada tanto, y de todos
modos le guste o no le guste se la pone, sabe donde empieza la realidad y
terminan los caprichos. Lo sabe aunque no quiera: aunque diga que le duele la
barriga.
De lo otro la
previne, también. Siempre estoy previniendo y no me escucha.
No la escucho, o
apenas. Igual hube de ponerme la llamada caperucita sin pensarlo dos veces y
emprendí el camino hacia el bosque. El camino que atravesará el bosque, el
largo larguísimo camino -así lo espero- que más allá del bosque me llevará a la
cabaña de mi abuela.
Llegar hasta el
bosque propiamente dicho me tomó tiempo. Al principio me trepaba a cuanto árbol
con posibilidades se me cruzaba en el camino. Eso me dio una cierta visión de
conjunto pero muy poca oportunidad de avance.
Fue mamá quien
mencionó la palabra lobo.
Yo la conozco pero no
la digo. Yo trato de cuidarme porque estoy alcanzando una zona del bosque con
árboles muy grandes y muy enhiestos. Por ahora los miro de reojo con la cabeza
gacha.
No, nena, dice mamá.
A mamá la escucho
pero no la oigo. Quiero decir, a mamá la oigo pero no la escucho. De lejos como
en sordina.
No, nena.
Eso le digo. Con tan
magros resultados.
No. El lobo
Lo oigo, lo digo: no
sirve de mucho.
O sí: evito algunas
sendas muy abruptas o giros en el camino del bosque que pueden precipitarme a
los abismos. Los abismos -me temo- me van a gustar. Me gustan.
No, nena.
Pero si a vos también
te gustan, mamá.
Me gustan.
El miedo. Compartimos
el miedo. Y quizá nos guste.
Cuidado nena con el
lobo feroz (es la madre que habla).
Es la madre que
habla. La nena también habla y las voces se superponen y se anulan.
Cuidado
¿Con qué? ¿De quién?
Cerca o lejos de esa
voz de madre que a veces oigo como si estuvieras en mí, voy por el camino
recogiendo alguna frutilla silvestre. La frutilla puede tener un gusto un poco
amargo detrás de la dulzura. No la meto en la canasta, la lamo, me la como.
Alguna semillita diminuta se me queda incrustada entre los dientes y después
añoro el gusto de esa exacta frutilla.
No se puede volver
para atrás. Al final de la página se sabrá: al final del camino.
Yo me echo a andar
por sendas desconocidas. El lobo se asoma a lo lejos entre los árboles, me hace
señas a veces obscenas. Al principio no entiendo muy bien y lo saludo con la
mano. Igual me asusto. Igual sigo avanzando.
Esa tierna viejecita
hacia la que nos encaminamos es la abuela. Tiene los cabellos blancos, un chal
sobre los hombros y teje y teje en su dulce cabaña de troncos. Teje la añoranza
de lo rojo, teje la caperuza para mí, para la niña que a lo largo de este largo
camino será niña mientras la madre espera en la otra punta del bosque al
resguardo en su casa de ladrillos donde todo parece seguro y ordenado y la
pobre madre hace lo que puede. Se aburre.
Avanzando por su
camino umbroso Caperucita, como la llamaremos a partir de ahora, tiene poca
ocasión de aburrimiento y mucha posibilidad de desencanto.
La vida es
decepcionante, llora fuera del bosque un hombre o más bien lagrimea y
Caperucita sabe de ese hombre que citando una vieja canción lagrimea quizá a
causa del alcohol o más bien a causa de las lágrimas: incoloras, inodoras,
salobres eso sí, lágrimas que por adelantado Caperucita va saboreando en su
forestal camino mucho antes de toparse con los troncos más rugosos.
No son troncos lo que
ella busca por ahora. Busca dulces y coloridos frutos para llevarse a la boca o
para meter en su canastita, esa misma que colgada de su brazo transcurre por el
tiempo para lograr -si logra- cumplir su destino de ser depositada a los pies
de la abuela.
Y la abuela saboreará
los frutos que le llegarán quizá un poco marchitos, contará las historias. De
amor, como corresponde, las historias, tejidas por ella con cuidado y a la vez
con cierta desprolijidad que podemos llamar inspiración, o gula. La abuela
también va a ser osada, la abuela también le está abriendo al lobo la puerta en
este instante.
Porque siempre hay un
lobo.
Quizá sea el mismo
lobo, quizá a la abuela le guste, o le haya tomado cariño ya, o acabará por
aceptarlo.
Caperucita al avanzar
sólo oye la voz de la madre como si fuera parte de su propia voz pero en tono
más grave:
Cuidado con el lobo,
le dice esa voz materna.
Como si ella no
supiera.
Y cada tanto el lobo
asoma su feo morro peludo. Al principio es discreto, después poco a poco va
tomando confianza y va dejándose entrever, a veces asoma una pata como garra y
otras una sonrisa falsa que le descubre los colmillos.
Caperucita no quiere
ni pensar en el lobo. Quiere ignorarlo, olvidarlo. No puede.
El lobo no tiene voz,
sólo un gruñido, y ya está llamándola a Caperucita en el primer instante de
distracción por la senda del bosque.
Bella niña, le dice.
A todas les dirás lo
mismo, lobo.
Soy sólo tuyo, niña,
Caperucita, hermosa.
Ella no le cree. Al
menos no puede creer la primera parte: puede que ella sea hermosa, sí, pero el
lobo es ajeno.
Mi madre me ha
prevenido, me previene: cuídate del lobo, mi tierna niñita cándida, inocente,
frágil, vestidita de rojo.
¿Por qué me mandó al
bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?
La abuela es la que
sabe, la abuela ya ha recorrido ese camino, la abuela se construyó su choza de
propia mano y después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La
presencia del leñador es pura interpretación moderna.
El bosque se va
haciendo tropical, el calor se deja sentir, da ganas por momentos de arrancarse
la capa o más bien arrancarse el resto de la ropa y envuelta sólo en la capa
que está adquiriendo brillos en sus pliegues revolcarse sobre el refrescante
musgo.
Hay frutas tentadoras
por estas latitudes. Muchas al alcance de la mano. Hay hombres como frutas: los
hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes.
Es cuestión de irlos
probando de a poquito.
¿Cuántos sapos habrá
que besar hasta dar con el príncipe?
¿Cúantos lobos,
pregunto, nos tocarán en vida?
Lobo tenemos uno
solo. Quienes nos tocan son apenas su sombra.
¿Dónde vas,
Caperucita con esa canastita tan abierta, tan llena de promesas?, me pregunta
el lobo relamiéndose las fauces.
Andá a cagar, le
contesto, porque me siento grande, envalentonada.
Y reanudo mi viaje.
El bosque tan rico en
posibilidades parece inofensivo. Madre me dijo cuidado con el lobo, y me mandó
al bosque. Ha transcurrido mucho camino desde ese primer paso y sin embargo,
sin embargo me lo sigue diciendo cada tanto, a veces muy despacio, al oído, a
veces pegándome un grito que me hace dar un respingo y me detiene un rato.
Me quedo temblando,
agazapada en lo posible bajo alguna hoja gigante, protectora, de ésas que a
veces se encuentran por el bosque tropical y los nativos usan para resguardarse
de la lluvia. Llueve mucho en esta zona y una puede llegar a sentirse muy sola,
sobre todo cuando la voz de madre previene contra el lobo y el lobo anda por
ahí y a una se le despierta el miedo. Es prudencia, le dicen.
Por suerte a veces
puede aparecer alguno que desata ese nudo.
Esta fruta sí que me
la como, le pego mi tarascón y a la vez la meto con cuidado en la canasta para
dársela a abuela. Madre sonríe, yo retozo y me relamo. Quizá el lobo también.
Alguna hilacha de mi roja capa se engancha en una rama y al tener que partir
lloro y llora mi capa roja, algo desgarrada.
Después logro avanzar
un poco, chiflando bajito, haciéndome la desentendida, sin abandonar en ningún
momento mi canasta. Si tengo que cargarla la cargo y trato de que no me pese
demasiado. No por eso dejo ni dejaré de irle incorporando todo aquello que
pueda darle placer a abuela.
Ella sabe. Pero el
placer es sobre todo mío.
Mi madre en cambio me
previene, me advierte, me reconviene y me apostrofa. Igual me mandó al bosque.
Parece que abuelita es mi destino mientras madre se queda en casa cerrándole la
puerta al lobo.
El lobo insiste en
preguntarme dónde voy y yo suelo decirle la verdad, pero no cuento qué camino
he de tomar ni qué cosas haré en ese camino ni cuánto habré de demorarme.
Tampoco yo lo sé, si vamos al caso, sólo sé -y no se lo digo- que no me
disgustan los recovecos ni las grutas umbrosas si encuentro compañía, y algunas
frutas cosecho en el camino y hasta quizá florezca, y mi madre me dice sí,
florecer florece pero ten cuidado. Con el lobo, me dice, cuidado con el lobo y
yo ya tengo la misma voz de madre y es la voz que escuché desde un principio:
toma nena, llévale esta canastilla, etcétera. Y ten cuidado con el lobo.
¿Y para eso me mandó
al bosque?
El lobo no parece tan
malo. Parece domesticable, a veces.
El rojo de mi capa se
hace radiante al sol de mediodía. Y es mediodía en el bosque y voy a
disfrutarlo.
A veces aparece
alguno que me toma de la mano, otro a veces me empuja y sale corriendo; puede
llegar a ser el mismo. El lobo gruñe, despotrica, impreca, yo sólo lo oigo
cuando aúlla de lejos y me llama.
Atiendo ese llamado.
A medida que avanzo en el camino más atiendo ese llamado y más miedo me da. El
lobo.
A veces para tentarlo
me pongo piel de oveja.
A veces me le acerco
a propósito y lo azuzo.
Búúú, lobo, globo,
bobo, le grito. Él me desprecia.
A veces cuando duermo
sola en medio del bosque siento que anda muy cerca, casi encima, y me transmite
escozores nada desagradables.
A veces con tal de no
sentirlo duermo con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que
parezca sabroso. Y entonces al lobo lo siento más que nunca. No siempre me
repugna, pero madre me grita.
Cierta tarde de
plomo, muy bella, me detuve frente a un acerado estanque a mirar las aves
blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas
contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla.
Quizá me demoré
demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las
hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que
dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita?
¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo.
¿Equivocarme, yo? Lo
miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No
le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque
camino a lo de abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había
hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación,
más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del
otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el
espejo. Y sobre todo el lobo.
Desde ese día lo
llamo Pirincho, al lobo. Cuando puedo. Cuando me animo.
Al espejo lo dejé
donde lo había encontrado. También él estaba cumpliendo una misión, el pobre:
que se embrome, por lo tanto, que siga laburando.
Me alejé sin echarle
ni un vistazo al reflejo de mi bella capa que parece haber cobrado un nuevo
señorío y se me ciñe al cuerpo.
Ahora madre y yo
vamos como tomadas de la mano, del brazo, del hombro. Consustanciadas. Ella
cree saber, yo avanzo. Ella puede ser la temerosa y yo la temeraria.
Total, la madre soy
yo y desde mí mandé a mí-niña al bosque. Lo sé, de inmediato lo olvido y esa
voz de madre vuelve a llegarme desde afuera.
De esta forma hemos
avanzado mucho.
Yo soy Caperucita.
Soy mi propia madre, avanzo hacia la abuela, me acecha el lobo.
¿Y en ese bosque no
hay otros animales?, me preguntan los desprevenidos. Por supuesto que sí. Los
hay de toda laya, de todo color, tamaño y contextura. Pero el susodicho es el
peor de todos y me sigue de cerca, no me pierde pisada.
Hay bípedos implumes
muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o
indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre. La canastita se me habría
llenado tiempo atrás si no fuera como un barril sin fondo. Abuela va a saber
apreciarlo.
Alguno de los
sabrosos me acompaña por tramos bastante largos. Noto entonces que el bosque
poco a poco va cambiando de piel. Tenemos que movernos entre cactus de aguzadas
espinas o avanzar por pantanos o todo se vuelve tan inocuo que me voy alejando
del otrora sabroso, sin proponérmelo, y de golpe me encuentro de nuevo
avanzando a solas en el bosque de siempre.
Uno que yo sé se
agita, me revuelve las tripas.
Pirincho. Mi lobo.
Parece que la familiaridad
no le cae en gracia.
Se me ha alejado. A
veces lo oigo aullar a la distancia y lo extraño. Creo que hasta lo he llamado
en alguna oportunidad, sobre todo para que me refresque la memoria. Porque
ahora de tarde en tarde me cruzo con alguno de los sabrosos y a los pocos pasos
lo olvido. Nos miramos a fondo, nos gustamos, nos tocamos la punta de los dedos
y después ¿qué?, yo sigo avanzando como si tuviera que ir a alguna parte, como
si fuera cuestión de apurarse, y lo pierdo. En algún recodo del camino me
olvido de él, corro un ratito y ya no lo tengo más a mi lado. No vuelvo atrás
para buscarlo. Y era alguien con quien hubiera podido ser feliz, o al menos
vibrar un poco.
Ay, lobo, lobo,
¿dónde te habrás metido?
Me temo que esto me
pasa por haberle confesado adónde iba. Pero se lo dije hace tanto, éramos
inocentes...
Por un camino tan
intenso como éste, tan vital, llegar a destino no parece atractivo. ¿Estará la
casa de abuelita en el medio del bosque o a su vera? ¿Se acabará el bosque
donde empieza mi abuela? ¿Tejerá ella con lianas o con fibras de algodón o de
lino? ¿Me podrá zurcir la capa?
Tantas preguntas.
No tengo apuro por
llegar y encontrar respuestas, si las hay. Que espere, la vieja; y vos, madre,
disculpáme. Tu misión la cumplo pero a mi propio paso. Eso sí, no he abandonado
la canasta ni por un instante. Sigo cargando tus vituallas enriquecidas por las
que le fui añadiendo en el camino, de mi propia cosecha. Y ya que estamos,
decíme, madre: la abuela, ¿a su vez te mandó para allá, al lugar desde donde
zarpé? ¿Siempre tendremos que recorrer el bosque de una punta a la otra?
Para eso más vale que
nos coma el lobo en el camino.
¿Lobo está?
¿Dónde está?
Sintiéndome
abandonada, con los ojos llenos de lágrimas, me detengo a remendar mi capa ya
bastante raída. A estas alturas el bosque tiene más espinas que hojas. Algunas
me son útiles: si antes me desgarraron la capa, ahora a modo de alfileres que
mantengan unidos los jirones.
Con la capa
remendada, suelta, corro por el bosque y es como si volara y me siento feliz.
Al verme pasar así, alguno de los desprevenidos pega un manotón pretendiendo
agarrarme de la capa, pero sólo logra quedarse con un trozo de tela que alguna
vez fue roja.
A mí ya no me
importa. La mano no me importa ni me importa mi capa. Sólo quiero correr y
desprenderme. Ya nadie se acuerda de mi nombre. Ya habrán salido otras
caperucitas por el bosque a juntar sus frutillas. No las culpo. Alguna hasta
quizá haya nacido de mí y yo en alguna parte debo de estarle diciendo: nena,
niñita hermosa, llévale esta canastita a tu abuela que vive del otro lado del
bosque. Pero ten cuidado con el lobo. Es el Lobo Feroz.
¡Feroz! ¡Es como para
morirse de la risa!
Feroz era mi lobo, el
que se me ha escapado.
Las caperucitas de
hoy tienen lobos benignos, incapaces. Ineptos. No como el mío, reflexiono, y
creo recordar el final de la historia.
Y por eso me apuro.
El bosque ya no
encierra secretos para mí aunque me reserva cada tanto alguna sorpresita
agradable. Me detengo el tiempo necesario para incorporarla a mi canasta y nada
más. Sigo adelante. Voy en pos de mi abuela (al menos eso creo).
Y cuando por fin
llego a la puerta de su prolija cabaña hecha de troncos, me detengo un rato
ante el umbral para retomar aliento. No quiero que me vea así con la lengua
colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los
colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces.
Tengo frío, tengo los
pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro.
En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aúllo por lo bajo, me repongo y
recompongo.
No quiero asustar a
la dulce ancianita: el camino ha sido arduo, doloroso por momentos, por
momentos sublime.
Me voy alisando la
pelambre para que no se me note lo sublime.
Traigo la canasta llena.
Y todo para ella. Que una mala impresión no estropee tamaño sacrificio.
Dormito un rato
tendida frente a su puerta pero el frío de la noche me decide a golpear. Y
entro. Y la noto a abuelita muy cambiada.
Muy, pero muy
cambiada. Y eso que nunca la había visto antes.
Ella me saluda, me
llama, me invita.
Me invita a meterme
en la cama, a su lado.
Acepto la invitación.
La noto cambiada pero extrañamente familiar.
Y cuando voy a
expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera repitiendo algo antiquísimo
y comenta:
-Abuelita, qué orejas
tan grandes tienes, abuelita, qué ojos tan grandes, qué nariz tan peluda (sin
ánimos de desmerecer a nadie).
Y cuando abro la boca
para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla.
La reconozco, lo
reconozco, me reconozco.
Y la boca traga y por
fin somos una.
Calentita.