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08 febrero 2013

Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja de Luisa Valenzuela

Le dije toma nena, llévale esta canastita llena de cosas buenas a tu abuelita. Abrígate que hace frío, le dije. No le dije ponte la capita colorada que te tejió la abuelita porque esto último no era demasiado exacto. Pero estaba implícito. Esa abuela no teje todavía. Aunque capita colorada hay, la nena la ha estrenado ya y estoy segura de que se la va a poner porque le dije que afuera hacía frío, y eso es cierto. Siempre hace frío, afuera, aun en los más tórridos días de verano; la nena lo sabe y últimamente cuando sale se pone su caperucita.
Hace poco que usa su capita con capucha adosada, se la ve bien de colorado, cada tanto, y de todos modos le guste o no le guste se la pone, sabe donde empieza la realidad y terminan los caprichos. Lo sabe aunque no quiera: aunque diga que le duele la barriga.
De lo otro la previne, también. Siempre estoy previniendo y no me escucha.
No la escucho, o apenas. Igual hube de ponerme la llamada caperucita sin pensarlo dos veces y emprendí el camino hacia el bosque. El camino que atravesará el bosque, el largo larguísimo camino -así lo espero- que más allá del bosque me llevará a la cabaña de mi abuela.
Llegar hasta el bosque propiamente dicho me tomó tiempo. Al principio me trepaba a cuanto árbol con posibilidades se me cruzaba en el camino. Eso me dio una cierta visión de conjunto pero muy poca oportunidad de avance.
Fue mamá quien mencionó la palabra lobo.
Yo la conozco pero no la digo. Yo trato de cuidarme porque estoy alcanzando una zona del bosque con árboles muy grandes y muy enhiestos. Por ahora los miro de reojo con la cabeza gacha.
No, nena, dice mamá.
A mamá la escucho pero no la oigo. Quiero decir, a mamá la oigo pero no la escucho. De lejos como en sordina.
No, nena.
Eso le digo. Con tan magros resultados.
No. El lobo
Lo oigo, lo digo: no sirve de mucho.
O sí: evito algunas sendas muy abruptas o giros en el camino del bosque que pueden precipitarme a los abismos. Los abismos -me temo- me van a gustar. Me gustan.
No, nena.
Pero si a vos también te gustan, mamá.
Me gustan.
El miedo. Compartimos el miedo. Y quizá nos guste.
Cuidado nena con el lobo feroz (es la madre que habla).
Es la madre que habla. La nena también habla y las voces se superponen y se anulan.
Cuidado
¿Con qué? ¿De quién?
Cerca o lejos de esa voz de madre que a veces oigo como si estuvieras en mí, voy por el camino recogiendo alguna frutilla silvestre. La frutilla puede tener un gusto un poco amargo detrás de la dulzura. No la meto en la canasta, la lamo, me la como. Alguna semillita diminuta se me queda incrustada entre los dientes y después añoro el gusto de esa exacta frutilla.
No se puede volver para atrás. Al final de la página se sabrá: al final del camino.
Yo me echo a andar por sendas desconocidas. El lobo se asoma a lo lejos entre los árboles, me hace señas a veces obscenas. Al principio no entiendo muy bien y lo saludo con la mano. Igual me asusto. Igual sigo avanzando.
Esa tierna viejecita hacia la que nos encaminamos es la abuela. Tiene los cabellos blancos, un chal sobre los hombros y teje y teje en su dulce cabaña de troncos. Teje la añoranza de lo rojo, teje la caperuza para mí, para la niña que a lo largo de este largo camino será niña mientras la madre espera en la otra punta del bosque al resguardo en su casa de ladrillos donde todo parece seguro y ordenado y la pobre madre hace lo que puede. Se aburre.
Avanzando por su camino umbroso Caperucita, como la llamaremos a partir de ahora, tiene poca ocasión de aburrimiento y mucha posibilidad de desencanto.
La vida es decepcionante, llora fuera del bosque un hombre o más bien lagrimea y Caperucita sabe de ese hombre que citando una vieja canción lagrimea quizá a causa del alcohol o más bien a causa de las lágrimas: incoloras, inodoras, salobres eso sí, lágrimas que por adelantado Caperucita va saboreando en su forestal camino mucho antes de toparse con los troncos más rugosos.
No son troncos lo que ella busca por ahora. Busca dulces y coloridos frutos para llevarse a la boca o para meter en su canastita, esa misma que colgada de su brazo transcurre por el tiempo para lograr -si logra- cumplir su destino de ser depositada a los pies de la abuela.
Y la abuela saboreará los frutos que le llegarán quizá un poco marchitos, contará las historias. De amor, como corresponde, las historias, tejidas por ella con cuidado y a la vez con cierta desprolijidad que podemos llamar inspiración, o gula. La abuela también va a ser osada, la abuela también le está abriendo al lobo la puerta en este instante.
Porque siempre hay un lobo.

Quizá sea el mismo lobo, quizá a la abuela le guste, o le haya tomado cariño ya, o acabará por aceptarlo.
Caperucita al avanzar sólo oye la voz de la madre como si fuera parte de su propia voz pero en tono más grave:
Cuidado con el lobo, le dice esa voz materna.
Como si ella no supiera.
Y cada tanto el lobo asoma su feo morro peludo. Al principio es discreto, después poco a poco va tomando confianza y va dejándose entrever, a veces asoma una pata como garra y otras una sonrisa falsa que le descubre los colmillos.
Caperucita no quiere ni pensar en el lobo. Quiere ignorarlo, olvidarlo. No puede.
El lobo no tiene voz, sólo un gruñido, y ya está llamándola a Caperucita en el primer instante de distracción por la senda del bosque.
Bella niña, le dice.
A todas les dirás lo mismo, lobo.
Soy sólo tuyo, niña, Caperucita, hermosa.
Ella no le cree. Al menos no puede creer la primera parte: puede que ella sea hermosa, sí, pero el lobo es ajeno.
Mi madre me ha prevenido, me previene: cuídate del lobo, mi tierna niñita cándida, inocente, frágil, vestidita de rojo.
¿Por qué me mandó al bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?
La abuela es la que sabe, la abuela ya ha recorrido ese camino, la abuela se construyó su choza de propia mano y después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La presencia del leñador es pura interpretación moderna.
El bosque se va haciendo tropical, el calor se deja sentir, da ganas por momentos de arrancarse la capa o más bien arrancarse el resto de la ropa y envuelta sólo en la capa que está adquiriendo brillos en sus pliegues revolcarse sobre el refrescante musgo.
Hay frutas tentadoras por estas latitudes. Muchas al alcance de la mano. Hay hombres como frutas: los hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes.
Es cuestión de irlos probando de a poquito.
¿Cuántos sapos habrá que besar hasta dar con el príncipe?
¿Cúantos lobos, pregunto, nos tocarán en vida?

Lobo tenemos uno solo. Quienes nos tocan son apenas su sombra.
¿Dónde vas, Caperucita con esa canastita tan abierta, tan llena de promesas?, me pregunta el lobo relamiéndose las fauces.
Andá a cagar, le contesto, porque me siento grande, envalentonada.
Y reanudo mi viaje.
El bosque tan rico en posibilidades parece inofensivo. Madre me dijo cuidado con el lobo, y me mandó al bosque. Ha transcurrido mucho camino desde ese primer paso y sin embargo, sin embargo me lo sigue diciendo cada tanto, a veces muy despacio, al oído, a veces pegándome un grito que me hace dar un respingo y me detiene un rato.
Me quedo temblando, agazapada en lo posible bajo alguna hoja gigante, protectora, de ésas que a veces se encuentran por el bosque tropical y los nativos usan para resguardarse de la lluvia. Llueve mucho en esta zona y una puede llegar a sentirse muy sola, sobre todo cuando la voz de madre previene contra el lobo y el lobo anda por ahí y a una se le despierta el miedo. Es prudencia, le dicen.
Por suerte a veces puede aparecer alguno que desata ese nudo.
Esta fruta sí que me la como, le pego mi tarascón y a la vez la meto con cuidado en la canasta para dársela a abuela. Madre sonríe, yo retozo y me relamo. Quizá el lobo también. Alguna hilacha de mi roja capa se engancha en una rama y al tener que partir lloro y llora mi capa roja, algo desgarrada.
Después logro avanzar un poco, chiflando bajito, haciéndome la desentendida, sin abandonar en ningún momento mi canasta. Si tengo que cargarla la cargo y trato de que no me pese demasiado. No por eso dejo ni dejaré de irle incorporando todo aquello que pueda darle placer a abuela.
Ella sabe. Pero el placer es sobre todo mío.
Mi madre en cambio me previene, me advierte, me reconviene y me apostrofa. Igual me mandó al bosque. Parece que abuelita es mi destino mientras madre se queda en casa cerrándole la puerta al lobo.
El lobo insiste en preguntarme dónde voy y yo suelo decirle la verdad, pero no cuento qué camino he de tomar ni qué cosas haré en ese camino ni cuánto habré de demorarme. Tampoco yo lo sé, si vamos al caso, sólo sé -y no se lo digo- que no me disgustan los recovecos ni las grutas umbrosas si encuentro compañía, y algunas frutas cosecho en el camino y hasta quizá florezca, y mi madre me dice sí, florecer florece pero ten cuidado. Con el lobo, me dice, cuidado con el lobo y yo ya tengo la misma voz de madre y es la voz que escuché desde un principio: toma nena, llévale esta canastilla, etcétera. Y ten cuidado con el lobo.
¿Y para eso me mandó al bosque?
El lobo no parece tan malo. Parece domesticable, a veces.
El rojo de mi capa se hace radiante al sol de mediodía. Y es mediodía en el bosque y voy a disfrutarlo.
A veces aparece alguno que me toma de la mano, otro a veces me empuja y sale corriendo; puede llegar a ser el mismo. El lobo gruñe, despotrica, impreca, yo sólo lo oigo cuando aúlla de lejos y me llama.
Atiendo ese llamado. A medida que avanzo en el camino más atiendo ese llamado y más miedo me da. El lobo.
A veces para tentarlo me pongo piel de oveja.
A veces me le acerco a propósito y lo azuzo.
Búúú, lobo, globo, bobo, le grito. Él me desprecia.
A veces cuando duermo sola en medio del bosque siento que anda muy cerca, casi encima, y me transmite escozores nada desagradables.
A veces con tal de no sentirlo duermo con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que parezca sabroso. Y entonces al lobo lo siento más que nunca. No siempre me repugna, pero madre me grita.
Cierta tarde de plomo, muy bella, me detuve frente a un acerado estanque a mirar las aves blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla.
Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo.
¿Equivocarme, yo? Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque camino a lo de abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación, más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el espejo. Y sobre todo el lobo.
Desde ese día lo llamo Pirincho, al lobo. Cuando puedo. Cuando me animo.
Al espejo lo dejé donde lo había encontrado. También él estaba cumpliendo una misión, el pobre: que se embrome, por lo tanto, que siga laburando.
Me alejé sin echarle ni un vistazo al reflejo de mi bella capa que parece haber cobrado un nuevo señorío y se me ciñe al cuerpo.
Ahora madre y yo vamos como tomadas de la mano, del brazo, del hombro. Consustanciadas. Ella cree saber, yo avanzo. Ella puede ser la temerosa y yo la temeraria.
Total, la madre soy yo y desde mí mandé a mí-niña al bosque. Lo sé, de inmediato lo olvido y esa voz de madre vuelve a llegarme desde afuera.
De esta forma hemos avanzado mucho.
Yo soy Caperucita. Soy mi propia madre, avanzo hacia la abuela, me acecha el lobo.
¿Y en ese bosque no hay otros animales?, me preguntan los desprevenidos. Por supuesto que sí. Los hay de toda laya, de todo color, tamaño y contextura. Pero el susodicho es el peor de todos y me sigue de cerca, no me pierde pisada.
Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre. La canastita se me habría llenado tiempo atrás si no fuera como un barril sin fondo. Abuela va a saber apreciarlo.
Alguno de los sabrosos me acompaña por tramos bastante largos. Noto entonces que el bosque poco a poco va cambiando de piel. Tenemos que movernos entre cactus de aguzadas espinas o avanzar por pantanos o todo se vuelve tan inocuo que me voy alejando del otrora sabroso, sin proponérmelo, y de golpe me encuentro de nuevo avanzando a solas en el bosque de siempre.
Uno que yo sé se agita, me revuelve las tripas.
Pirincho. Mi lobo.
Parece que la familiaridad no le cae en gracia.
Se me ha alejado. A veces lo oigo aullar a la distancia y lo extraño. Creo que hasta lo he llamado en alguna oportunidad, sobre todo para que me refresque la memoria. Porque ahora de tarde en tarde me cruzo con alguno de los sabrosos y a los pocos pasos lo olvido. Nos miramos a fondo, nos gustamos, nos tocamos la punta de los dedos y después ¿qué?, yo sigo avanzando como si tuviera que ir a alguna parte, como si fuera cuestión de apurarse, y lo pierdo. En algún recodo del camino me olvido de él, corro un ratito y ya no lo tengo más a mi lado. No vuelvo atrás para buscarlo. Y era alguien con quien hubiera podido ser feliz, o al menos vibrar un poco.
Ay, lobo, lobo, ¿dónde te habrás metido?
Me temo que esto me pasa por haberle confesado adónde iba. Pero se lo dije hace tanto, éramos inocentes...
Por un camino tan intenso como éste, tan vital, llegar a destino no parece atractivo. ¿Estará la casa de abuelita en el medio del bosque o a su vera? ¿Se acabará el bosque donde empieza mi abuela? ¿Tejerá ella con lianas o con fibras de algodón o de lino? ¿Me podrá zurcir la capa?
Tantas preguntas.
No tengo apuro por llegar y encontrar respuestas, si las hay. Que espere, la vieja; y vos, madre, disculpáme. Tu misión la cumplo pero a mi propio paso. Eso sí, no he abandonado la canasta ni por un instante. Sigo cargando tus vituallas enriquecidas por las que le fui añadiendo en el camino, de mi propia cosecha. Y ya que estamos, decíme, madre: la abuela, ¿a su vez te mandó para allá, al lugar desde donde zarpé? ¿Siempre tendremos que recorrer el bosque de una punta a la otra?
Para eso más vale que nos coma el lobo en el camino.
¿Lobo está?
¿Dónde está?
Sintiéndome abandonada, con los ojos llenos de lágrimas, me detengo a remendar mi capa ya bastante raída. A estas alturas el bosque tiene más espinas que hojas. Algunas me son útiles: si antes me desgarraron la capa, ahora a modo de alfileres que mantengan unidos los jirones.
Con la capa remendada, suelta, corro por el bosque y es como si volara y me siento feliz. Al verme pasar así, alguno de los desprevenidos pega un manotón pretendiendo agarrarme de la capa, pero sólo logra quedarse con un trozo de tela que alguna vez fue roja.
A mí ya no me importa. La mano no me importa ni me importa mi capa. Sólo quiero correr y desprenderme. Ya nadie se acuerda de mi nombre. Ya habrán salido otras caperucitas por el bosque a juntar sus frutillas. No las culpo. Alguna hasta quizá haya nacido de mí y yo en alguna parte debo de estarle diciendo: nena, niñita hermosa, llévale esta canastita a tu abuela que vive del otro lado del bosque. Pero ten cuidado con el lobo. Es el Lobo Feroz.
¡Feroz! ¡Es como para morirse de la risa!
Feroz era mi lobo, el que se me ha escapado.
Las caperucitas de hoy tienen lobos benignos, incapaces. Ineptos. No como el mío, reflexiono, y creo recordar el final de la historia.
Y por eso me apuro.
El bosque ya no encierra secretos para mí aunque me reserva cada tanto alguna sorpresita agradable. Me detengo el tiempo necesario para incorporarla a mi canasta y nada más. Sigo adelante. Voy en pos de mi abuela (al menos eso creo).
Y cuando por fin llego a la puerta de su prolija cabaña hecha de troncos, me detengo un rato ante el umbral para retomar aliento. No quiero que me vea así con la lengua colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces.
Tengo frío, tengo los pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro. En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aúllo por lo bajo, me repongo y recompongo.
No quiero asustar a la dulce ancianita: el camino ha sido arduo, doloroso por momentos, por momentos sublime.
Me voy alisando la pelambre para que no se me note lo sublime.
Traigo la canasta llena. Y todo para ella. Que una mala impresión no estropee tamaño sacrificio.
Dormito un rato tendida frente a su puerta pero el frío de la noche me decide a golpear. Y entro. Y la noto a abuelita muy cambiada.
Muy, pero muy cambiada. Y eso que nunca la había visto antes.
Ella me saluda, me llama, me invita.
Me invita a meterme en la cama, a su lado.
Acepto la invitación. La noto cambiada pero extrañamente familiar.
Y cuando voy a expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera repitiendo algo antiquísimo y comenta:
-Abuelita, qué orejas tan grandes tienes, abuelita, qué ojos tan grandes, qué nariz tan peluda (sin ánimos de desmerecer a nadie).
Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla.
La reconozco, lo reconozco, me reconozco.
Y la boca traga y por fin somos una.
Calentita.

Nupcias de Antonio Skármeta


            Hacía mucho calor en el tren subterráneo, y el joven, ubicado bajo el único ventilador que funcionaba, había cruzado los brazos tras la cintura y simulaba estar leyendo un cartón comercial. La muchacha, incrédula, sólo después de un prolongado momento se animó a hablar.
            -Devuélvame el zapato -dijo en voz baja.
            El joven le concedió una veloz ojeada, frunció el entrecejo, abrió las piernas para conservar la estabilidad, y muy circunspecto volvió a su lectura.
            Por favor -dijo la muchacha un poco más fuerte- tenga la bondad de devolverme el zapato.
            Es realmente una belleza -pensó el joven-. Si me habla una vez más entreabriendo esos labios, enterraré mis dedos en su pelo, le remeceré la cabeza, la 'besaré y dormiré'-una siesta apoyado en sus senos. ¿Qué zapato?
            -¿Cómo que qué zapato? ¡Mi zapato! ¿Qué se ha imaginado?
            "Dios me asista, pensó, O la soledad me ha desquiciado y estoy delirando, o estoy realmente enamorado-, de esta mujer."
            -No sé de qué me habla, señora -replicó.
            -¡Está bien claro de qué le hablo! .-protestó, golpeando con el pie descalzo el suelo del tren- le hablo de una cosa que se llama zapato, de una cosa de cuero que se pone en los pies y que sirve para caminar. ¡De eso le estoy hablando!.
"dios me asista -se dijo el joven-. ¿Cómo es posible que la ame con tantas 'ansias?"
            -¡en fin! exclamó.
            -¡mi zapato! devuélvame mi zapato, jovenzuelo.
            Sin que ella -lo notara, introdujo el zapato en el bolsillo posterior del pantalón, se le acercó, y una vez a su lado se restregó las manos y luego se las contempló como diciendo nada por aquí nada por allá, y después las elevó pidiendo al altísimo resignación. a continuación se rascó la cabeza, y, en tanto ella lo miraba hacer con una boca de este tamaño, se arrodilló ó y, tomándole el pie entre las manos, se dio en estudiarlo sin afectación y con sincera seriedad.                               -Veamos cuál es su problema -Dijo, mientras manipulaba el pie en todas direcciones, con una suerte de gestos mecánicos al comienzo, que lentamente los fue suavizando hasta convertirlos en caricias. Acercó los labios a los dedos y estuvo a punto de besarlos, pero se contuvo y suspiró hondamente su olor.
            Protégeme, ángel mío, -pensó en ese momento-. Si me falla él lenguaje o cometo una imprudencia, ella se irá para siempre. Haz que sea amable, seductor e inteligente. No me abandones, angelito de mierda. Deja que el inglés me brote, se me derrame con gracia entre los dientes, que coja el ritmo de los sonetos de Shakespeare, que Albert Finney me envidie, que no me patee el rostro con este pedazo de sol que tengo entre mis manos."
     Entonces, disimulando el temor, alzó.la mirada y se la clavó un momento en los ojos y sonrió un poco,. aunque desesperadamente, tratando de decírselo, pero, ella no -le sonrió en cambio, a pesar de que se adelantó hacia él y con un movimiento, que le pareció una ráfaga de aire tibio y celeste, pasó involuntariamente los dedos sobre el cabello de él, apenas rozándolo. El muchacho descifró el gesto como una caricia, de allí que debió haberse puesto a llorar. Pero no derramó, ni una sola lágrima, aunque, se le humedecieron los  ojos, aunque aspiró fuerte todo lo que tenía en las narices, tragándoselo.
     -Dios me asista -murmuró-. He de saber su nombre. Antes de cogerle el rostro y presionar mis pulgares contra sus mejillas, he de saber su nombre.
     Se limpió los ojos con la punta de la falda escocesa de la muchacha, y absorto continuó considerando el pie descalzo, presa de un surtido de emociones.
     -El -asunto es simple -dijo después de un rato-. Es evidente que lo que a usted le falta es un zapato. Si tuviera dos zapatos no le faltaba nada, porque lo que se estila es que la gente ande con dos zapatos al mismo tiempo. Ese es mi caso. Mire mis pies. ¿Cuántos zapatos ando trayendo? Cuéntelos. Uno y dos. Esto es lo que se estila. Es muy rara la gente como usted que anda con un solo zapato.
     "Algo anda mal -pensó enseguida-. Estoy antipático. Ahora se va a sacar el zapato que tiene puesto y me va a golpear en la cabeza. Y ahora el tren -se está deteniendo en esta estación, maldita suerte. -Voy a cruzar los dedos. Ya está. Pilato, Pilato, que -no suba ningún cristiano o me tiraré al Hudson."
            Las puertas del tren se cerraron, nadie subió y continuaron solos en el vagón.
            -¡Oiga, escúcheme bien¡ dijo ella.
            -¡Sí, mi amor! -gritó él en silencio.
            Quiero que me devuelva el zapato -le ordenó cogiéndole del nudo de la corbata-. ¿No se da cuenta de que es muy feo andar robando los zapatos a la gente?
     -¿Qué quiere que le diga? -protestó-. Estoy de acuerdo con usted. No es nada de bonito andar robando los zapatos a la gente. ¿Quiere saber qué pienso de los que roban zapatos? ¡Que son ladrones! ¿Quiere saber qué más pienso? (Vamos a ser felices, eso es lo que pienso. Nos bajaremos en el terminal. Para entonces habré investigado tu cuerpo y tu ascendencia. ¿Sabes lo que vamos a hacer con el dinero de la pensión? Entraremos a un bazar a comprar un tocadiscos y yo estaré detrás tuyo besándote el pelo mientras seleccionas tu música, cualquiera, cualquiera música estará bien, y te haré sentir mi calor soplándote las orejas cuando estés considerando los ritmos y te rozaré casualmente los senos y no necesitaré disculparme pues tú ya habrás abierto por lo menos una vez mi camisa. ¿Quieres saber lo que pienso? Aplastaré mi nariz contra tu ombligo, giraré con ella como un torniquete sobre todo tu cuerpo, echaré al abismo un siglo de mi tiempo y olfateándole te bautizaré con los mejores nombres cuando nos duchemos, en el baño rosado del hotel mañana por la mañana y nos despertemos con las gargantas cascadas y la boca seca y salgamos semivestidos al balcón a estudiarnos a la luz del día. ¿Qué quieres que haga con tu zapato ahora? ¿Sabes lo que haré? Me lo comeré ante tus ojos en señal de amor.)

            -No -dijo la muchacha-. No me interesa saber qué más piensa. Como usted anda con sus dos zapatos y no se va a resfriar, se aprovecha para burlarse.
            Entonces el joven, humillado en su hombría porque hacían de su amor cosa de virus y floras microbianas, se levantó y le dejó caer a su lado en señal de abatimiento, y, tras un segundo de meditación, acercó su cara a la oreja izquierda de ella, y alguien podría decir que la besó.
            Comprendo -le rezó.
            Se agachó y desatando los cordones de uno de sus zapatos se lo arrancó y se lo ofreció sin una mueca en el rostro.
            La joven cogió el zapato y pasó la mano sobre su superficie, tan levemente, que el joven logró advertir que lo estaba acariciando.
            -Voy a abrirme el pecho algún día y te haré que me aprietes el corazón con tus manos -rugió en español.
            La muchacha consideró los sonidos de la frase -con cautela, sonrió, sin comprender, quedó seria, pasó la mano por dentro del calzado, sonrió, puso el zapato a la altura de un ojo, y metió el dedo índice en un inmenso agujero, y luego lo apartó y miró -al joven a través de la suela rota.
     "Ya está -se dijo-. Le pasé el zapato roto, mi puta suerte. Ahora estará pensando que soy un vago -o un vendedor ambulante, mi puta suerte."
            Se aproximó aun más a la muchacha, y tomándola de los hombros comenzó a sacudirla mientras le iba hablando en su lengua natal, implorando a todos los dioses que ella entendiera.
     No me mires así pensando que estoy loco -le dijo-. Antes de que pienses cualquier cosa de mí, déjame que te lleve a mi pieza. Que los ángeles permitan que te tenga, un año conmigo, y después piensa lo que quieras, y destrúyeme y búrlate y acuéstate con otro en mi cama si te fallo, pero dame la chance de deslumbrarte déjame mostrarte todo lo que es capaz de ser y de soñar un animal cualquiera con hambre y sin ambiciones; seré capaz de decírtelo en tu lengua cuando estés preparada para oírlo. No pienses nada de mí ahora. Sé pura, sé inteligente; entíbiate sin palabras; haz un esfuerzo para no diseccionarme y archivarme tan luego; haz que te contengas mientras este silencio me crece y cobra forma, porque entonces sí seré indestructible o ya no me importará que me destruyas.
     Y entonces, como si un montón de ángeles benevolentes hubiesen oído la oración, y hubiesen llenado con su presencia el carro, la muchacha apoyó la cabeza contra el respaldo de madera del banco, y el joven se echó sobre ella y la besó y la mordió en los labios, y le acarició por sobre el vestido los senos, y ella posó sus brazos sobre el cuello de él, y esos brazos húmedos le estaban ahora cobijando, y si su boca hablara, diría casa, diría amante, diría desayuno decente a las siete de la mañana, diría una carcajada de cuando en cuando, y el olor de tu pelo y tu cuerpo, olor de tu cuerpo en cuyas entrañas finalizaba la ruta donde nacía el ámbito en que su sueño de muchacho chileno reposaría. quedo después de haberse gastado y desintegrado entre las tabernas de Nueva York limpiando los restos de comida sobre las mesas y los pisos embaldosados, trabajando por unos centavos con que comprar el derecho de matar cucarachas en la piezucha del hotel y poseer un lecho para tenderse y clavar los ojos en la pared y hundir las uñas en el colchón y vomitar la soledad nuestra de cada día en una palangana celeste sobre el armario, y arrendar un pedazo de madera donde posar el trasero, doblar las piernas, y contemplarse los pies inflados, caldeados al rojo de tanto probar los asfaltos de la ciudad más grande del mundo, amén, como decían en esa obra que había visto en el Central Park; sin tener a alguien a quien comprarle un disco de Lucho Gatica, en una de las tiendas sembradas de neones de la calle Cuarenta y Dos y ofrendárselo en su cumpleaños, y estar siempre así, carente del vocabulario preciso para profanar el silencio que como una peste se le inflaba en el cuerpo, sin haber cultivado la potencia de su voz lo suficiente para protestarle al ángel que ya no se acordara de él, para reprocharle haberse quedado atrás dilapidando su propia suerte, su única estrella, entre el mar y las montañas, en un instante de su tiempo en que la fuerza y la alegría se le habían perdido en los límites de las palabras, sin que nadie, ni siquiera el ángel se lo anunciara, y ahora estaba allí, envalentonado por dos cervezas en el cuerpo que ya no podían llevarlo más adelante, y el tren subterráneo, el tren gusano, el tren templo, el tren muerte, el tren holocausto, estaba a punto de llegar al terminal, y él, el muchacho con el zapato en la mano derecha tras de su espalda, oyó otra vez a la joven pedirle su calzado, y mientras simulaba leer un cartón comercial, trataba de torcer su español en un inglés tibio, profundo, que le permitiera entregarle uno de sus zapatos en señal de nupcias.

El lado obscuro del corazón de Oliverio Girondo


No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! - y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretenden seducirme!
Esta fue - y no otra - la razón de que me enamorase tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡María Luisa! ¡María Luisa!... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera... aunque nos haga ver, de vez en cuando las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes... la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer a una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en conseguirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar.

LA SUNAMITA de Inés Arredondo



Y buscaron una moza hermosa por todo el término de Israel, y hallaron a AbisagSunamita, y trajéron la al rey. Y la moza era hermosa, la cual calentaba al rey, y le servía: mas el rey nunca la conoció.
Reyes I, 3-4

Aquél fue un verano abrasador. El último de mi juventud.
Tensa, concentrada en el desafío que precede a la combustión, la ciudad ardía en una sola llama reseca y deslumbrante. En el centro de la llama estaba yo, vestida de negro, orgullosa, alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola. Las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía.
Nada cambió cuando recibí el telegrama; la tristeza que me trajo no afectaba en absoluto la manera de sentirme en el mundo: mi tío Apolonio se moría a los setenta y tantos años de edad; quería verme por última vez puesto que yo había vivido en su casa como una hija durante mucho tiempo, y yo sentía un sincero dolor ante aquella muerte inevitable. Todo eso era perfectamente normal, y ningún estremecimiento, ningún augurio me hizo sospechar nada. Hice los rápidos preparativos para el viaje en aquel mismo centro intocable en que me envolvía el verano estático.
Llegué al pueblo a la hora de la siesta.
Caminando por las calles solitarias con mi pequeño veliz en la mano, fui cayendo en el entresueño privado de la realidad y de tiempo que da el calor excesivo. No, no recordaba, vivía a medias, como entonces. “Mira, Licha, están floreciendo las amapas.” La voz clara, casi infantil. “Para el dieciséis quiero que te hagas un vestido como el de Margarita Ibarra.” La oía, la sentía caminar a mi lado, un poco encorvada, ligera a pesar de su gordura, alegre y vieja; yo seguía adelante con los ojos entrecerrados, atesorando mi vaga, tierna angustia, dulcemente sometida a la compañía de mi tía Panchita, la hermana de mi madre. –“Bueno, hija, si Pepe no te gusta… pero no es un mal muchacho.” –Sí, había dicho eso justamente aquí, frente a la ventana de la Tichi Valenzuela, con aquel gozo suyo, inocente y maligno. Caminé un poco más, nublados ya los ladrillos de la acera, y cuando las campanadas resonaron pesadas y reales, dando por terminada la siesta y llamando al rosario, abrí los ojos y miré verdaderamente el pueblo: era otro, las amapas no habían florecido y yo estaba llorando, con mi vestido de luto, delante de la casa de mi tío.
El zagúan se encontraba abierto, como siempre, y en el fondo del patio estaba la bugambilia. Como siempre. Pero no igual. Me sequé las lágrimas y no sentí que llegaba, sino que me despedía. Las cosas aparecían inmóviles, como en el recuerdo, y el calor y el silencio lo marchitaban todo. Mis pasos resonaron desconocidos, y María salió a mi encuentro.
- ¿Por qué no avisaste? Hubiéramos mandado…
Fuimos directamente a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra precedían a la muerte…
- Luisa, ¿eres tú?
Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
- Aquí estoy, tío.
- Bendito sea Dios, ya no me moriré solo.
- No diga eso, pronto se va aliviar.
Sonrío tristemente; sabía que le estaba mintiendo, pero no quería hacerme llorar.
- Sí, hija, sí. Ahora descansa, toma posesión de la casa y luego ven a acompañarme. Voy a tratar de dormir un poco.
Más pequeño que antes, enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme y sobrenadando sin sentido en lo poco que le quedaba de vida, atormentaba como algo superfluo, fuera de lugar, igual que tantos moribundos. Esto se hacía evidente al salir al corredor caldeado y respirar hondamente, por instinto, la luz y el aire.
Comencé a cuidarlo y a sentirme contenta de hacerlo. La casa era mi casa y muchas mañanas al arreglarla tarareaba olvidadas canciones. La calma que me rodeaba venía tal vez de que mi tío ya no esperaba la muerte como una cosa inminente y terrible, sino que se abandonaba a los días, a un futuro más o menos corto o largo, con una dulzura inconsciente de niño. Repasaba con gusto su vida y se complacía en la ilusión de dejar en mí sus imágenes, como hacen los abuelos con sus nietos.
- Tráeme el cofrecito ese que hay en el ropero grande. Sí, ése. La llave está debajo de la carpeta, junto a San Antonio, tráela también.
Y revivían sus ojos hundidos a la vista de sus tesoros.
- Mira, este collar se lo regalé a tu tía cuando cumplimos diez años de casados, lo compréen Mazatlán a un joyero polaco que me contó no sé qué cuentos de princesas austriacas y me lo vendió bien caro. Lo traje escondido en la funda de mi pistola y no dormí un minuto en la diligencia por miedo a que me lo robaran….
La luz del sol poniente hizo centellar las piedras jóvenes y vivas en sus manos esclerosadas.
- … ese anillo de montura tan antigua era de mi madre, fíjate bien en la miniatura que hayen la sala y verás que lo tiene puesto. La prima Begoña murmuraba a sus espaldas que un novio…
Volvían a hablar, a respirar aquellas señoras de los retratos a quienes él había visto, tocado. Yolas imaginaba, y me parecía entender el sentido de las alhajas de familia.
- ¿Te he contado de cuando fuimos a Europa en 1908, antes de la Revolución? Había que iren barco a Colima… y en Venecia tu tía Panchita se encaprichó con estos aretes. Eran demasiado caros y se lo dije: “Son para una reina”… Al día siguiente se los compré. Tú no te lo puedes imaginar porque cuando naciste ya hacía mucho de esto, pero entonces, en 1908, cuando estuvimos en Venecia, tu tía era tan joven, tan…
- Tío, se fatiga demasiado, descanse.
- Tienes razón, estoy cansado. Déjame solo un rato y llévate el cofre a tu cuarto, es tuyo.
- Pero tío…
- Todo es tuyo ¡y se acabó!… Regalo lo que me da la gana.
Su voz se quebró en un sollozo terrible: la ilusión se desvanecía, y se encontraba de nuevo apunto de morir, en el momento de despedirse de sus cosas más queridas. Se dio vuelta en la cama y me dejó con la caja en las manos sin saber qué hacer.
Otras veces me hablaba del “año del hambre”, del “año del maíz amarillo”, de la peste, y me contaba historias muy antiguas de asesinos y aparecidos. Alguna vez hasta canturreó un corrido de su juventud que se hizo pedazos en su voz cascada. Pero me iba heredando su vida, estaba contento.
El médico decía que sí, que veía una mejoría, pero que no había que hacerse ilusiones, notenía remedio, todo era cuestión de días más o menos.
Una tarde oscurecida por nubarrones amenazantes, cuando estaba recogiendo la ropa tendida en el patio, oí el grito de María. Me quedé quieta, escuchando aquel grito como un trueno, el primero de la tormenta. Después el silencio, y yo sola en el patio, inmóvil. Una abeja pasó zumbando y la lluvia no se desencadenó. Nadie sabe como yo lo terribles que son los presagios que se quedan suspensos sobre una cabeza vuelta al cielo.
- Lichita, ¡se muere!, ¡está boqueando!
- Vete a buscar al médico…. ¡No! Iré yo… llama a doña Clara para que te acompañe mientras vuelvo.
- Y el padre… Tráete al padre.
Salí corriendo, huyendo de aquel momento insoportable, de aquella inminencia sorda yasfixiante. Fui, vine, regresé a la casa, serví café, recibí a los parientes que empezaron a llegar ya medio vestidos de luto, encargué velas, pedí reliquias, continué huyendo enloquecida para no cumplir con el único deber que en ese momento tenía: estar junto a mi tío. Interrogué al médico: le había puesto una inyección por no dejar, todo era inútil ya. Vi llegar al señor cura con el Viático, pero ni entonces tuve fuerzas para entrar. Sabía que después tendría remordimientos –Bendito sea Dios, ya no me moriré solo- pero no podía. Me tapé la cara con las manos y empecé a rezar.
- Te llama. Entra.
No sé como llegué hasta el umbral. Era ya de noche y la habitación iluminada por una lámparaveladora parecía enorme. Los muebles, agigantados, sombríos, y un aire extraño estancado en torno a la cama. La piel se me erizó, por los poros respiraba el horror a todo aquello, a la muerte.
- Acércate –dijo el sacerdote.
Obedecí yendo hasta los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las sábanas.
- Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis,con la intención de que heredes sus bienes, ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me quiere arrastrar a la tumba?”…Sentí que la muerte rozaba mi propia carne.
- Luisa…
Era don Apolonio. Tuve que mirarlo: casi no podía articular las sílabas, tenía la quijada caída y hablaba moviéndola como un muñeco de ventrílocuo.
- … por favor.
Y calló. Extenuado.
No podía más. Salí de la habitación. Aquél no era mi tío, no se le parecía… heredarme, sí, perono los bienes solamente, las historias, la vida… Yo no quería nada, su vida, su muerte. No quería. Cuando abrí los ojos estaba en el patio y el cielo seguía encapotado. Respiré profundamente, dolorosamente.
- ¿Ya?… –Se acercaron a preguntarme los parientes, al verme tan descompuesta.
Yo moví la cabeza, negando. A mi espalda habló el sacerdote.
- Don Apolonio quiere casarse con ella en el último momento para heredarla.
- ¿Y tú no quieres? –preguntó ansiosamente la vieja criada-. No seas tonta, sólo tú te lomereces. Fuiste una hija para ellos y te has matado cuidándolo. Si no te casas, los sobrinos de México no te van a dar nada. ¡No seas tonta!
- Es una delicadeza de su parte.
- Y luego te quedas viuda y rica y tan virgen como ahora –rio nerviosamente una prima jovencilla y pizpireta.
- La fortuna es considerable, y yo, como tío lejano tuyo, te aconsejaría que…
- Pensándolo bien, el no aceptar es una falta de caridad y de humildad.
“Eso es verdad, eso sí que es verdad.” No quería darle un último gusto al viejo, un gusto que después de todo debía agradecer, porque mi cuerpo joven, del que en el fondo estaba tan satisfecha, no tuviera ninguna clase de vínculos con la muerte. Me vinieron náuseas y fue el último pensamiento claro que tuve esa noche. Desperté como de un sopor hipnótico cuando me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “Sí”.
Recordaba vagamente que me habían cercado todo el tiempo, que todos hablaban a la vez, que me llevaban, me traían, me hacían firmar, y responder. La sensación que de esa noche me quedó para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando.
Yo soy la viudita que manda la leyy yo en medio era una esclava. Sufría y no podía levantar la cara al cielo.
Cuando me di cuenta, todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa.
Todos empezaron a irse.
- Si me necesita, llámeme. Dele mientras tanto las gotas cada seis horas.
- Que Dios te bendiga y te dé fuerzas.
- Feliz noche de bodas –susurró a mi oído con una risita mezquina la prima jovencita.
Volví junto al enfermo. “Nada ha cambiado, nada ha cambiado.” Por lo menos mi miedo nohabía cambiado. Convencí a María de que se quedara conmigo a velar a don Apolonio, y sólo recobré el control de mis nervios cuando vi que amanecía. Había empezado a llover, pero sin rayos, sin tormenta, quedamente.
Continuó lloviznando todo el día, y el otro, y el otro aún. Cuatro días de agonía. No teníamosapenas más visitas que las del médico y el señor cura; en días así nadie sale de su casa, todos se recogen y esperan a que la vida vuelva a comenzar. Son días espirituales, casi sagrados.
Si cuando menos el enfermo hubiera necesitado muchos cuidados mis horas hubieran sidomenos largas, pero lo que se podía hacer por aquel cuerpo aletargado era bien poco.
La cuarta noche María se acostó en una pieza próxima y me quedé a solas con elmoribundo. Oía la lluvia monótona y rezaba sin consciencia de lo que decía, adormilada y sin miedo, esperando. Los dedos se me fueron aquietando, poniendo morosos sobre las cuentas del rosario, y al acariciarlas sentía que por las yemas me entraba ese calor ajeno y propio que vamos dejando en las cosas y que nos es devuelto transformado: compañero, hermano que nos anticipa la dulce tibieza del otro, desconocida y sabida, nunca sentida y que habita en médula de nuestros huesos. Suavemente, con delicia, distendidos los nervios, liviana la carne, fui cayendo en el sueño.
Debo haber dormido muchas horas: era la madrugada cuando desperté; me di cuentaporque las luces estaban apagadas y la planta eléctrica deja de funcionar a las dos de la mañana. La habitación, apenas iluminada por la lámpara de aceite que ardía sobre la cómoda a los pies de la Virgen, me recordó la noche de la boda, de mi boda… Hacía mucho tiempo de eso, una eternidad vacía.
Desde el fondo de la penumbra llegó hasta mi la respiración fatigosa y quebrada de donApolonio. Ahí estaba todavía, pero no él, el despojo persistente e incomprensible que se obstinaba en seguir aquí sin finalidad, sin motivo aparente alguno. La muerte da miedo, pero la vida mezclada, imbuida en la muerte, da un horror que tiene muy poco que ver con la muerte y con la vida. El silencio, la corrupción, el hedor, la deformación monstruosa, la desaparición final, eso es doloroso, pero llega a un clímax y luego va cediendo, se va diluyendo en la tierra, en el recuerdo, en la historia. Y esto no, el pacto terrible entre la vida y la muerte que se manifestaba en ese estertor inútil, podía continuar eternamente. Lo oía raspar la garganta insensible y se me ocurrió que no era aire lo que en traba en aquel cuerpo, o más bien que no era un cuerpo humano el que lo aspiraba y lo expelía; se trataba de una máquina que resoplaba y hacía pausas caprichosas por juego, parea matar el tiempo sin fin. No había allí un ser humano, alguien jugaba con aquel ronquido. Y el horror contra el que nada pude me conquistó: empecé a respirar al ritmo entrecortado de los estertores, respirar, cortar de pronto, ahogarme, respirar, ahogarme… sin poderme ya detener, hasta que me di cuenta de que me había engañado en cuanto al sentido que tenía el juego, porque lo que en realidad sentía era el sufrimiento y la asfixia de un moribundo. De todos modos, seguí, seguí, hasta que no quedó más que un solo respirar, un solo aliento inhumano, una sola agonía. Me sentí más tranquila, aterrada pero tranquila: había quitado la barrera, podía abandonarme simplemente y esperar el final común. Me pareció que con mi abandono, con mi alianza incondicional,aquello se resolvería con rapidez, no podría continuar, habría cumplido su finalidad y su búsqueda persistente en el vacío.
Ni una despedida, ni un destello de piedad hacia mí. Continué el juego mortal largamente,desde un lugar donde el tiempo no importaba ya.
La respiración común se fue haciendo más regular, más calmada, aunque también másdébil. Me pareció regresar, pero estaba tan cansada que no podía moverme, sentía el letargo definitivamente anidado dentro de mi cuerpo. Abrí los ojos todo estaba igual.
No. Lejos, en la sombra, hay una rosa; sola, única y viva. Está ahí, recortada, nítida, con suspétalos carnosos y leves, resplandeciente. Es una presencia hermosa y simple. La miro y mi mano se mueve y recuerda su contacto y loa acción sencilla de ponerla en el vaso. La miré entonces, ahora la conozco. Me muevo un poco, parpadeo, y ella sigue ahí, plena, igual a sí misma.
Respiro libremente, con mi propia respiración. Rezo, recuerdo, dormito, y la rosa intactamonta la guardia de la luz y del secreto. La muerte y la esperanza se transforman.
Pero ahora comienza a amanecer y en el cielo limpio veo, ¡al fin!, que los días de lluvia hanterminado. Me quedo largo rato contemplando por la ventana cómo cambia todo al nacer el sol. Un rayo poderoso entra y la agonía me parece una mentira; un gozo injustificado me llena los pulmones y sin querer sonrío. Me vuelvo a la rosa como a una cómplice, pero no la encuentro: el sol la ha marchitado. Volvieron los días luminosos, el calor enervante; las gentes trabajaban, cantaban, pero don Apolonio no se moría, antes bien parecía mejorar. Yo lo seguí cuidando, pero ya sin alegría, con los ojos bajos y descargando en el esmero por servirlo toda mi abnegación remordida y exacerbada: lo que deseaba, ya con toda claridad, era que aquello terminara pronto, que se muriera de una vez. El miedo, el horror que me producían su vista, su contacto, su voz, eran injustificados, porque el lazo que nos unía no era real, no podía serlo, y sin embargo yo lo sentía sobre mí como un peso, y a fuerza de bondad y de remordimientos quería desembarazarme de él.
Sí, don Apolonio mejoraba a ojos vistas. Hasta el médico estaba sorprendido, no podíaexplicarlo.
Precisamente la mañana en que lo senté por primera vez recargado sobre losalmohadones sorprendí aquella mirada en los ojos de mi tío. Hacía un calor sofocante y lo había tenido que levantar casi en vilo. Cuando lo dejé acomodado me di cuenta: el viejo estaba mirando con una fijeza estrábicami pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas inconscientemente tendidas hacia mí. Me retiré instintivamente, desviando la cabeza.
- Por favor, entrecierra los postigos, hace demasiado calor.
Su cuerpo casi muerto se calentaba.
- Ven aquí, Luisa. Siéntate a mi lado. Ven.
- Sí, tío –me senté encogida a los pies de la cama, sin mirarlo.
- No me llames tío, dime Polo, después de todo ahora somos más cercanos parientes-. Había un dejo burlón en el tono con que lo dijo.
- Sí tío.
- Polo, Polo –su voz era otra vez dulce y tersa-. Tendrás que perdonarme muchas cosas; soy
viejo y estoy enfermo, y un hombre así es como un niño.
- Sí.
- A ver, di “Sí, Polo”.
- Sí, Polo.
Aquel nombre pronunciado por mis labios me parecía una aberración, me producía unarepugnancia invencible.
Y Polo mejoró, pero se tornó irritable y quisquilloso. Yo me daba cuenta de que luchaba porvolver a ser el que había sido; pero no, el que resucitaba no era él mismo, era otro.
- Luisa, tráeme… Luisa, dame… Luisa, arréglame las almohadas… dame agua… acomódame esta pierna…
Me quería todo el día rodeándolo, alejándome, acercándome, tocándolo. Y aquella mirada fijay aquella cara descompuesta del primer día reaparecían cada vez con mayor frecuencia, se iban superponiendo a sus facciones como una máscara.
- Recoge el libro. Se me cayó debajo de la cama, de este lado.
Me arrodillé y metí la cabeza y casi todo el torso debajo de la cama, pero tenía que alargar lomás posible el brazo para alcanzarlo. Primero me pareció que había sido mi propio movimiento, o quizá el roce de la ropa, pero ya con el libro cogido y cuando me reacomodaba para salir, me quedé inmóvil, anonadada por aquello que había presentido, esperando: el desencadenamiento, el grito, el trueno. Una rabia nunca sentida me estremeció cuando pude creer que era verdad aquello que estaba sucediendo, y que aprovechándose de mi asombro su mano temblona se hacía más segura y más pesada y se recreaba, se aventiraba ya sin freno palpando y recorriendo mis caderas; una mano descarnada que se pegaba a mi carne y la estrujaba con deleite, una mano muerta que buscaba impaciente el hueco entre mis piernas, una mano sola, sin cuerpo.
Me levanté lo más rápidamente que pude, con la cara ardiéndome de coraje y vergüenza, peroal enfrentarme a él me olvidé de mi y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó aterrada:
- ¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame lacama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar.
Lo que siguió ya sé que es mi historia, mi vida, pero apenas lo puedo recordar como un sueño repugnante, no sé siquiera si muy corto o muy largo. Hubo una sola idea que me sostuvo durante los primeros tiempos: “Esto no puede continuar, no puede continuar.” Creí que Dios no podría permitir aquello, que lo impediría de alguna manera. Él personalmente. Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible. Entonces una mañana, sin equipaje, me marché.
Resultó inútil. Tres días después me avisaron que mi marido se estaba muriendo y me llamaba. Fui a ver al confesor y le conté mi historia.
- Lo que lo hace vivir es la lujuria, el más horrible pecado. Eso no es la vida, padre, es lamuerte, ¡déjelo morir!
- Moriría en la desesperación. No puede ser.
- ¿Y yo?
- Comprendo, pero si no vas será un asesinato. Procura no dar ocasión, encomiéndate a la
Virgen, y piensa que tus deberes…
Regresé. Y el pecado lo volvió a sacar de la tumba.
Luchando, luchando sin tregua, pude vencer al cabo de los años, vencer mi odio, y al final, muy al final, también vencí a la bestia. Apolonio murió tranquilo, dulce, él mismo.
Pero yo no pude volver a ser la que fui. Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, pero que la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca.

Bienvenido, Bob de Juan Carlos Onetti


Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos -ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso- del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.

A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.

Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente -yo estaba de pie recostado contra el piano- empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.

Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".

No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser que usted improvise".

El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club -recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo- porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.

Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.

Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años -le dije- eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos -dijo-, no terminaría en la noche".

"Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. "Usted puede equivocarse -le dije-. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...". "No, no -dijo rápidamente-, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparato de música, marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero -decía también- tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa -la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio-, Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.

Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.

Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.

Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada -ni Inés- podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.

Ahora hace cerca de un año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron -hoy se llama Roberto- comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acompañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.

Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.

Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.

No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.