Lluvia en primavera
Nayeli
Rodríguez Reyes
—
¡Quita la piche silla del pasillo!, —le dijo la Señora Martínez a Débora, mientras
le hacía un berrinche de esos en los que la chamaca siempre quería salirse con
la suya. Fue como la vez que le pidió permiso para ir a un barecito con sus
amigas. —A mí no haces pendeja— le respondió— ya sé que te vas con el Esteban,
con ese marihuano que te manosea como si
fueras una putita, crees que no me doy cuenta. Después de reproches y de hacer promesas que jamás
cumpliría, su madre finalmente le negó la petición. Débora salió por la ventana
y no llegó hasta el día siguiente, con los ojos desorbitados y un olor a
cerveza y cocaína. Desde entonces, mandaron a sellar todas las ventanas,
cambiaron las chapas y todos los días pasaban por ella cuando salía de la
escuela. Estaba largas horas sentada
sobre mí, se quedaba hablando por teléfono con el marihuanito. Recitaba poesía erótica
cuando nadie la veía. Se tiraba en la alfombra y balbuceaba palabras sin
sentido. Mi descanso era cuando su madre, jaloneándola del greñerío, la mandaba a dormir. Muy delgada y todo lo que quieran,
pero está pesadita la cabrona, y como soy la pinche silla a nadie le importa lo
que cargo. Hubo infinidad de objetos que pusieron sobre mí: ollas calientes,
traseros apestosos, bolsas pesadísimas, cojines mugrosos, pies sudorosos.
No
recuerdo como llegué a este estado. No siempre fui una silla, es todo lo que sé.
Una vez, casi puedo asegurar, sentí eso que los hombres llaman espíritu. Fue
cuando conocí a Patricia, una amiga de víbora, como le digo de cariño a Débora.
Alguna vez escuché hablar sobre los ángeles, criaturas hermosas, excesivamente caritativas
y con alas. Estoy seguro que Patricia era un ángel. Su sonrisa lograba penetrar
mis cuatro patas y encenderme hasta convertirme en aserrín. Fueron cuatro horas de tenerla en mi respaldo.
Me dolió cuando se fue. Extrañé el perfume de jazmines que llevaba impregnado
en su pantalón blanquísimo.
Al
menos me quedaba la dicha de no ser como los humanos, siempre burlándose de
otros, deseando el éxito ajeno, emborrachándose hasta que el primer rayo de sol
se asoma sobre los cuerpos desnudos que compartieron habitación con
desconocidos. Lo que más me repugnaba era la gula. Esa necesidad de comer que
yo no puedo recordar. Sé que no la tengo y eso es bueno. Al menos no pasé lo
mismo que el pequeño Roger. El pobre canario cantaba con desasosiego por la falta
de alimento. A Débora se le olvidaba siempre darle el alpiste y sobrevivió apenas
con un chorrito de agua que le quedaba en el recipiente. Cuando estuvo a punto
de desfallecer, entró la Señora Martínez,
maldijo a su hija un par de veces por olvidar limpiar la jaula, pero tampoco lo
alimentó. Hasta que llegó el Señor Martínez se compadeció de su condición. El
padre de Débora es un hombre serio. Todos los martes, después de que su hija se va a su
clase de francés y la Señora Martínez a tomar café con las vecinas, hace
sentarse sobre mí a una mujer que huele a pino y flores secas. Muchas veces se
tiran en el sillón y hacen algo que no entiendo. En una ocasión, la Señora Martínez
llegó antes de la hora acostumbrada y se molestó tanto que me arrojó con una
fuerza incontenible contra la mujer de cabellos pelirrojos. El golpe me ocasionó
algunas raspaduras. Me dolían mucho mis patas. El Señor Martínez se fue una
semana de la casa y regresó con un ramo de rosas que pusieron en un florero
sobre mí y se desvistieron sobre el mismo sillón en el que estuvo con la pelirroja.
Las
deudas comenzaron a ahogar a la familia, ya no podían hacer fiestas como antes,
ni cenar en restaurantes caros, ni pagar las cuentas. Había que mudarse de
casa. Prepararon las maletas un jueves por la noche. Débora me cambió de lugar
y me puso en el pasillo, su madre casi se tropieza conmigo, así que, entre
idas, vueltas, cajas y maletas, fui a dar hasta el patio de atrás.
La
Señora Martínez llevaba un vestido gris que la hacía verse más bien como un
rinoceronte. Me pareció muy gracioso como movía el trasero de un lado para otro
al caminar. Recogieron todo, a cada instante repetían si no se les había
olvidado algo, “sí a mí” gritaba por dentro, “me olvidan a mí”, me esforzaba
por emanar un sonido, mover alguna de mis patas, pero fue inútil. Alcancé a
escuchar el ruido del motor cuando se iban. Ésa noche, la lluvia me mojó hasta
dejar húmedas mis células. A la mañana siguiente, sentí la vibración del sol
evaporando mi espíritu.
Naye amo tus historias, me envuelven.
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