Nos
encontrábamos en aquella reunioncita de ley que celebrábamos cada que
obteníamos un incremento en nuestros lectores; aunque creo que sólo en las
ventas, he conocido a esas señoras que gozan de limpiar sus mesas de vidrio con
encabezados sanguinolentos. La reunión que casi siempre transmutaba a jolgorio con
fin hasta que el sol mostraba sus rayos en perpendicular, se oficiaba en casa
del director; sujeto que gozaba más de la censura que de la información.
Yo no disfrutaba de las aglomeraciones, nunca he sido una persona
gregaria. El único individuo al que podía llamar mi amigo era a Fabián, a él lo
había conocido hace poco mientras realizábamos una investigación acerca de un
fraude cometido por el gobernador de Zacatecas, de ahí en fuera todos los
periodistas de Figuras tenían pelos en la lengua. Nosotros habíamos buscado la
manera decolaborar en otro periódico que no se dejaba llevar por opiniones
amarillistas o por el dinero que soltaran las personas en el poder. Los datos
de nuestra investigación se confirmaban; por ahora teníamos que resignarnos con el
sueldillo que ganábamos en este periódico de ínfima categoría, entretanto conseguíamos
“curriculum”.
Mi amigo me había convencido de ir a esa reunión; decía que conviviera,
que tratara de darle la vuelta a los temas causantes de discordia con los
compañeros, pero yo no podía, ese gesto lo sentía hipócrita en mí. Fabián
platicaba con los colegas, mientras yo sólo observaba el contacto de su labio
superior con el inferior y el asomo de sus lenguas y dientes, aturdido por el
coro estridente de las voces licuadas con la música; hasta que vi a ese individuo
a distancia de un metro, sonreía con un dejo burlón a cada comentario del trío
que se encontraba frente a él. Notó que
lo observaba extrañado por su risa y entonces vino a mí con su mochila gris
colgada del hombro derecho, yo era el único que permanecía alejado del
alboroto, exceptuándolo.
Se presentó como Martín Sánchez, me dijo que venía de la Ciudad de
México, buscaba tranquilidad en algún sitio poco poblado. Era periodista al
igual que la mayoría de los ahí reunidos, el director lo había invitado a
formar parte de Figuras; él lo estaba considerando. Se sentó a mi lado, me
presenté y le dije que efectivamente Zacatecas era una ciudad poco poblada, sin
embargo de pacífica no tenía mucho. Me declaró que venía huyendo del centro del
país por la simple razón de ser el ombligo y la incubadora de delincuentes más
grande en México. Delincuentes disfrazados de políticos, delincuentes que se
cobijaban en el discurso del hambre, de la necesidad. Percibí el coraje en sus
palabras y pensé que simpatizaría con él, me apresuré a sustituir la imagen ligera
de Zacatecas por otra mucho más pesada, le conté de la noticia que azotaba a la
región, pero como siempre era disminuida por periodiquitos como Figuras, el
nombre del diario lo decía todo.
Le confesé que aproximadamente una decena de personas habían sido
asesinadas en los últimos tres meses, en ellas se encontraron rastros de una
antigua arma azteca, una combinación entre mazo y espada, el macuahuitl. Mi interlocutor se mostró sorprendido y
decepcionado ante tal revelación. No me contestó hasta pasados un par de
minutos, diciéndome que aguardara, que iría al baño.
En cierto grado me
encontraba contento por haber conocido una persona afín a mis convicciones. A
la espera de Martín, volví a observar con atención a la gente que invadía la
sala, ahora me parecían más patéticos que hace unas horas, se encontraban
seducidos por los ingredientes del licor, sus lenguas arrastraban las palabras,
su mente no las digería, las escupía enteras. Fabián se hallaba en el cuarto
contiguo, lo veía recargado en el marco de la puerta, tratando sostener al
mundo a causa de su borrachera. Me encontraba viéndolo cuando una señora que
estaba hasta las copas tropezó con la mochila de mi nuevo amigo, se sostuvo en
mis brazos, no cayó, siguió su camino hacia el baño. Recogí la mochila, la puse
sobre mis piernas, pero ésta me invadió de humedad; la levanté, sobre mi
regazo, unas gotas de tinta roja con olor a óxido.
El estupor me
dominó, abrí la mochila con manos temblorosas, ahí estaba el macuahuitl
con el filo desgastado y vestigios de sangre; algunos recortes de los
asesinatos se hallaban dentro de una
bolsa transparente. Al que llamaba mi nuevo amigo no era más que un asesino, de
lo que según él había huido de la Ciudad de México ¿Ahora que seguía?
¿Qué tal si yo era
su siguiente victima? Lo vi salir del baño tan despreocupado, sin un signo de
lo que había sido hace unos minutos cuando le conté de los asesinatos, ya no
mostraba esa nitidez con la que se le ve a lo de este mundo. Se dirigió hacia a
mí con una sonrisa y me dijo -hola Martín, estoy de vuelta-, se fundió en mi
cuerpo. El director era el siguiente.
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