El rastro moría al pie de un árbol. Cierto
era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa
levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el
perro —nunca le habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las
yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de
los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez
el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama,
escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había
otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría
tal vez para siempre.
Olor a hembra. Olor
que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para
llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras
se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas
del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la
neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban
cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros,
la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un
lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo
envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el
olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se
espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del
costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado
llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del
suelo, efluvios de pulpas tibias.
Perro se echó a
correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del
mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su
hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba
el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas
demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre
un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de
la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un
hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la
columna vertebral, arrojándolo contra un tronco...
Pero se detuvo de
súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de
la montaña.
No eran los de la
jauría del ingenio. El acento era
distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate,
enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de
machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa
numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que
hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso,
hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y
ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido.
Perro estuvo por
lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un
gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero
arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del
cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con
las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne.
Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía
permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin
embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y
se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le
echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres.
Perro se arrimó a su pecho, buscando calor.
Ambos seguían en
plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, una araña,
que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del
almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.
II
Por hábito, Cimarrón
y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio. La revelación de que
habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto.
Después de adosarse a
dos troncos, se miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro
ansioso de recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante
espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón
armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de
mugidos y de relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos
de caoba. Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera
de que el meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún
sin poner. Un pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose
con un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su
largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con
guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las
raíces de una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban
machetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros
sacudían sus cadenas, impacientes por ser sacados del batey.
—¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió
dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas cadenas, para
quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a
negro.
Ahora Perro estaba
mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a
blanco, a pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus
polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a
pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo
de cera derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan
fresca, sin embargo, de la capilla.
El mismo que llevaba
el organista encima, a pesar de que los fuelles del armonio le hubieran echado
tantos y tantos soplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a
blanco. Perro había cambiado de bando.
III
En los primeros días.
Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio.
Perro recordaba los
huesos vaciados por cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el
congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando
se guardaban los tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en
las mañanas, sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde
el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón
la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con el rastro de un cochino
jíbaro, había para horas y horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas,
aturdida por tantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de
una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los
tiempos en que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara,
de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover
y que el agua de arriba correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo
del valle. Por suerte, Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un
árbol de mango o de mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de
rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de
codorniz, de la incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían
a contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca
de caracoles petrificados.
Vivían en una
caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las
estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes.
Un día Perro comenzó
a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y
unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua
con desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un
cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo
restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido
aprovecharse,
Cimarrón,
aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa
misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron
entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer
buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro
patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y
sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas...
Al no haber sabido de
batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces
pasaba un carretero conocido, una beata vestida con el hábito de
Nazareno o un
punteador de guitarra, de esos que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes
contemplaban, de lejos, en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo.
Solía permanecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando
ese camino poco transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto.
Perro se distraía en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o
intentando, a brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón
esperaba, así, algo que no llegaba, un
cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta venía a todo
trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el
calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la
campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se
divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de la
discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas, espigado,
azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la
jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y volviendo a pasar,
enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar
por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.
De pronto, quebró una
vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el
calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó
de sangre.
Cimarrón llegó
corriendo. Blandía un bejuco para azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo
perdón. Pero el negro detuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo
era malo en aquel percance. Se apoderó de
la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas botas
del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros.
Además, la campanilla
de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado en la
sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los quinqués,
llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del
pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el aguinaldo de
Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego, había optado
por las mujeres.
IV
La primavera los
agarró a los dos al amanecer. Perro despertó con una tirantez insoportable
entre las patas traseras y una mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener
calor, alargando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de
lapa.
Cimarrón hablaba
solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano
hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor
rastreable... Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de
destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó
de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como
nunca había esperado.
Pero aquel día nadie
pasó por el camino. Al caer la noche,
cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón
echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió,
desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los
barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar,
de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían
estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de
mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose,
lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra
de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre
ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos.
Perro avanzó, solo,
hasta el lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don
Marcial en una exposición de París estaba
allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado de la cola a
la cabeza. Su olor a macho era tan
envolvente que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón
de Castilla.
Cuando Perro regresó
a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco.
Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la
corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.
V
Cimarrón se hacía
cada vez más imprudente. Rondaba ahora en torno a los caseríos, acechando, a
cualquier hora, una lavandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo,
retamas o pitahayas para algún despojo. También, desde la noche en que había
tenido la audacia de beberse los duros del capellán en un parador del camino
carretera, se hacía ávido de monedas. Más de una vez en los atajos se había
llevado el cinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de
acallarlo con una estaca.
Perro lo acompañaba en
esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor que antes, y
más que nunca era necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o
de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor ladrido de
Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un árbol.
Pasada la crisis de
primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a acercarse a los pueblos.
Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a
darpatadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patios lanzaban
gritos de guerra.
Además, Cimarrón
volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro
detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa
mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo
hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una
mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban
mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando
tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a
correr al monte por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente vio
pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal.
Tenía hierros en el cuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la
Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos,
tratándolo de ladrón, de borracho y de malcriado.
VI
Sentado sobre una
cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una honda
tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su
total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habían
terminado para él las hogueras que solían iluminar la caverna en noches de
lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en el invierno que se aproximaba,
ni habría ya quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le
molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco—.
Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los seres que
no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia entre las piedras
calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba allí para azuzarlo,
con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos.
Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había agarrado alguna por
la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser que depende de
alguien se ve constreñido.
Tampoco —salvo en
casos de hambre extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se
contentaba ahora con aves de agua, hurones, ratas y una que otra gallina
escapada de los corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su
campana había perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos
casi inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía
con ruidos de albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras
blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están.
Había enflaquecido.
Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana apresaba guisazos que ya no
tenían espinas.
Con los aguinaldos
volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño desasosiego,
Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan
penetrante, que había sido la causa primera de su fuga al monte. También ahora
caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro agarró el rastro en firme,
recobrándolo luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche
siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el canto de
la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada. El rastreador estaba
frente a una jauría de perros jíbaros. Varios machos, con perfil de lobos, se
apretaban ahí, relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para
atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra.
Perro dio un gran
salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en
otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos
abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas
desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los
demás retrocedieron, gruñendo de rabia inútil. Perro corrió entonces al centro
del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que
lo esperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la sombra de su
vientre.
VII
Los jíbaros cazaban
en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más huesos.
Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la
bestia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego, cuando una
caverna venía en ayuda de la presa, el asedio. A pesar de herir y entornar, el
animal moría siempre en dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un
cuerpo vivo aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca
a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros
habían perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos de
cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del celo, los perros
combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas, con sorprendente
indiferencia, el resultado de la lucha.
La campana del
ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no despertaba en el
perro el menor recuerdo.
Un día los jíbaros
agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de espinas, de
plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro. Cautelosamente, los
perros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se alzaba una
piedra con cara de muerto. Los hombres suelen dejar huesos y desperdicios por
donde pasan. Pero es mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más
peligrosos, por ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus
gestos con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre
apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas,
ritmaban su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su
pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón.
—
¡Perro! — alborozó el negro—. ¡Perro!
Perro se le acercó
lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a
él, moviendo la cola; cuándo era llamado, huía. Y cuando no era llamado,
parecía buscar aquel sonido de voz humana, que había entendido un poco en otros
tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan peligrosamente evocador de
obediencias.
Al fin, Cimarrón dio
un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño
grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro.
Había recordado, de
súbito, una vieja consigna del mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía
al monte.
VIII
Como no olía a hembra
y los tiempos eran apacibles, los
jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pesaban
sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el trabajo.
Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa listada de
Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los colmillos.
Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo.
Y volvían a empezar,
con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos, las narices casi
juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto
de las crestas arboladas.
Durante muchos años
los monteros evitaron de noche aquel atajo, dañado por huesos y cadenas.
Este es un bello y triste cuento, que me remonta a los tiempos donde existía la esclavitud, donde los negros eran explotados y tratados como animales, ansiosos de obtener su libertad, arriesgando hasta su propia vida.
ResponderEliminarLa narración es muy interesante y agradable, de fácil entendimiento. El ambiente se remonta a la época donde existía la esclavitud y el espacio es cerca de un ingenio.
El narrador es omnisciente, de los principales temas que se viven en este cuento son principalmente la esclavitud, el compañerismo, el libertinaje, la obediencia. El protagonista es Cimarrón, un esclavo negro que, se escapa del ingenio donde trabaja. Al darse cuenta, los capataces sueltan los perros para darle caza pero uno de ellos escoge que darse con el Cimarrón. Sin embargo, el negro comienza a comportarse de forma brutal, desperdiciando su libertad recién adquirida y ello disgusta a Perro. Los personajes me hacen sentir diversos sentimientos a favor y en contra de ellos mismos. En si el cuento me gusto mucho.
Notas que encontré sobre este cuento y su autor:
Carpentier nació en la habana, Cuba, el 26 de diciembre de 1904. Cuba fue una de las últimas colonias en América, donde la esclavitud tenia relevancia en el ámbito social y político.
Carpentier era conocido como uno de los primeros que introdujo el término de "lo real maravilloso" y el neo-barroco en América Latina.
Me gusta el lenguaje que utiliza Carpentier, me hace sentir en Lationamérica por las palabras, animales y plantas tan características de Cuba. Llamó mi atención que los personajes no tienen nombre, los llaman genéricamente por lo que creo que no les tienen afecto, son una cosa más; rasgo que hace notoria a la esclavitud.
ResponderEliminarMe gusta la personificación que se le da al animal "Perro" la amistad que se desarrolla entre él y Cimarrón; se les ve como una extensión del ser humano y su calidad de animal racional y el compañerismo que caracteriza la narración. Carpentier desarrolla uno de los temas fundamentales de la Cuba durante la colonia; la esclavitud de los afroamericanos, la hostilidad hacia su persona y su constante lucha por conseguir libertad. Si bien no especifica el año en que se desarrolla el cuento por las características de los personajes da a entender que es durante la colonia en el Caribe
ResponderEliminarLa riqueza en el lenguaje y la descripción del texto provoca que el lector traspase las barreras de la contemporaneidad, remontándonos a otro: la esclavitud. Esta narración, logró intrigarme. Con imágenes provistas de paisajes, sonidos y elementos poéticos en la descripción, me provocó un interés por saber un poco más sobre el autor y la referencia histórica a la que hace alusión.
ResponderEliminarSiendo Perro y Cimarrón personajes, naturalmente enemistados, se encuentran en las situaciones propicias para romper los lazos a los que Perro estaba destinado: acabar con Cimarrón. Los acontecimientos siguientes, las huidas, la miserabilidad experimentada por ambos, por ser fugitivos, los lleva a crear vínculos de amistad, o incluso, de invertir los roles, en el que Perro pasa a ser el dominado.
El final es muy bueno, inesperado.
Un cuento algo triste, se me hace interesante como Carpentier convierte a “perro” en una persona mas del relato como lo personifica. El cuento es simbolico y es claro que habla de la esclavitud y de cómo al tener libertad muchas veces la utilizamos para mal. En lo personal me gusto el final.
ResponderEliminarAlejo Carpentier, sin duda que muestra la realidad que vivían los esclavos negros en los ingenios, va muy orientado a lo que es el movimiento de lo Real-maravilloso. Es muy singular como es que no describe tanto a los animales, más bien se concentra en detallar las acciones de los personajes, del mismo modo, la manera en la que no les da un nombre propio a los protagonistas sino que les otorga sustantivos concretos.
ResponderEliminarEl lenguaje que emplea es localista ya que utiliza palabras de Cuba que no son conocidas en México.
Un detalle interesante es que el relato finaliza como empieza la historia, es decir, al principio Perro capta el olor a negro mientras estaba con la jauría del ingenio, encuentra a Cimarrón, se le acerca y en vez de matarlo como era su función, se va con él; al final del cuento, se une a la jauría de perros jíbaros, de nuevo olfatea el aroma a negro y localiza a Cimarrón, pero esta vez no lo acompaña sino que sigue la consigna del mayoral que fue el de atacarlo, la misma que desobedeció el día que partió con Cimarrón.
El cuento es muy descriptivo, logra situarme en los paisajes y ver claramente las imágenes. Contiene bastantes palabras que en lo personal desconocía. Al parecer son regionalismos, pues al buscar el significado de una palabra me encontré que es utilizada en Cuba, ya que el escritor es de La Habana, imagino que por eso utiliza ese lenguaje.
ResponderEliminarMe pareció interesante el desarrollo de la historia pero en un momento me perdí apesar de lo fácil que es la lectura. El modo en el que personifico a los animales me pareció interesante y el final, lo vuelve mas interesante aun.
ResponderEliminarEste cuento en especial me gustó mucho, el estilo del autor me pareció extraño al principio pero terminó por gustarme. El desarrollo de la historia y la ambientación me hicieron "sentir" y "ver" lo que se ralata. Me pareció interesante la forma en que se presenta una especie de conveniencia por parte de Perro, cuando se siente intimidado se queda con el negro, pero una vez que aprende a arreglarselas "solo" se olvida de quien, alguna vez, fue su amo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPuedo percibir que claramente nos estamos acercando más a nuestros tiempos, en cuanto a los cuentos y sus autores. El lenguaje utilizado es distinto al de Borges, ya que no tiene ese elitismo que utiliza frases que hacen referencia a otros aspecto que solo conocen los intelectuales de un cierto circulo.
ResponderEliminarA través de la narración se pueden ver todos estos factores que trata de plantear el autor: el esclavismo, la crueldad, el ser humano en su máxima expresión llevado a los extremos. Ya que Carpentier fue cubano, creo que èl pudo percibir directamente la situación que vivían los negros como esclavos en lo más bajo de la sociedad, por lo que pudo retratar de una manera muy peculiar esta situación.
Trata con tanta facilidad el hecho de que se está hablando de un negro asaltante y violador, amigo de un perro que tampoco tiene buenas intenciones; esto se puede llegar a sentir, hasta cierto punto, como algo cotidiano [no diré normal porque en estos tiempos ya no estamos seguros de que es lo que entra en ese término], además de que es una historia con un final crudo, sin consideraciones por sentimentalismos, trató al perro como un animal, como lo que es, sin humanizarlo totalmente, olvido a su “amigo”, seamos realistas. En cuanto al final, sere honesta, me esperaba algo así, considerando el camino por el que me llevaba.
En conclusión, tengo un leve sentimiento de que en cuanto vamos adentrándonos más en el curso, los cuentos van creciendo en extensión y el lenguaje va disminuyendo en su complejidad y cantidad de palabras rebuscadas, ahora siento que ya nos estamos acercando más a nosotros.
Debido a que el autor fue cubano, el lenguaje que utiliza tiene muchas referencias a su país, al igual que la situación de la esclavitud, de la que podemos decir que Carpentier estuvo familiarizado. La temática es triste y sobre todo hay simbolismo, transmite muy bien los sentimientos que se presentan durante el desarrollo de la historia, además me fue fácil imaginar el escenario que plantea.
ResponderEliminarMe gustó el cuento no sólo por la historia, sino por cómo es utilizado el lenguaje. Lo hace interesante y nada pretensioso, más acertado para lo que está narrando. Logró captar mi atención y eso hace que emitir una opinión sea más fácil. Si bien el tema central es la esclavitud, me llama la atención como se maneja la amistad y el personaje del perro. El tema de la esclavitud en Cuba de aquellos años me parece muy bien manejada, de manera que sabiendo que el autor es cubano, este cuento puede ser en realidad una especie de crónica ficticia.
ResponderEliminarNo imaginaba ese final, por lo tanto me gusto. Todo el transcurso del cuento causa intriga, primero pense en Cimarron como un negro bueno, el cual solo queria su libertad, pero Carpentier cambia pronto eso, pues resulta un violador, alguien con instintos animales, mientras que se personifica a perro.
ResponderEliminarCada escritor tiene su toque y el aborda el tema de los esclavos, logró transportarme a la historia. Utiliza muchos regionalismos y su vocabulario es muy extenso.
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