Una larga
frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna
experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de
si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas
recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados
para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten
perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien
vista.
Esta frecuentación de
los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas,
inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo
contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los
restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance
de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han
alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación
literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una
anagnosia elemental.
Un día, pues,
emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde
otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos
de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi
deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra
vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más
usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y
casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros
literarios.
Comenzaremos por el
final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento
empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase
final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin
embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un
amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía
terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr
verla así tampoco.
He observado que el
llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso;
pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia
que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase
final:
"¡Estaba muerta!"
Por no recordarla a
tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El
artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su
lápiz, los admirativos.
Las frases breves son
indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una
de ellas es:
"Nunca volvieron a verse".
Puede ser más
contenida aun:
"Sólo ella volvió el rostro".
Y cuando la amargura
y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
"Y así continuaron viviendo".
Otra frase de
espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
"Fue lo que hicieron".
Y ésta, por fin, que
por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no
recomendaría a los principiantes:
"El cuento
concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes".
Esto no obstante,
existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran
efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es
este el truco del "leitmotiv".
Final: "Allá a
lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas
llamas..."
Comienzo del cuento:
"Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes
llamaradas. La criatura dormía..."
De mis muchas y
prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como
muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada
más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y
nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. "La primera palabra de
un cuento -se ha dicho- debe ya estar escrita con miras al final".
De acuerdo con este
canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera
parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito
vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias
favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
"Como Elena no
estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger
su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".
Yo tuve siempre la
impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de
triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió
Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a
Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del
cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida
por sorpresa, y esto constituye un desiderátum, en el arte de contar.
He anotado algunas
variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el
comienzo condicional:
"De haberla
conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero
perdió ambas cosas".
A semejanza del
ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya
conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado
no reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello.
"Como acababa de
llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el
dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién
casada".
Nadie supone que la
luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin
a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas
diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo,
como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el
misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases
agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida.
"No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del
perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para
perdérselo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis
impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente,
como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas
fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con
toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
"Era una hermosa
noche de primavera" y "Había una vez..."
¿Qué intriga nos
anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas,
que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro
interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro
instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto
vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un
inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del
cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de
un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente
encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!"
Existe un truco
singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa
con mala fe.
Este truco es el del
lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido
como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos
bien característicos.
Llamamos lugar común
de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro
sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el
encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito
de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la
novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los
pisó.
Esta es la buena fe.
La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el
sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como
la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando
al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la
muerte.
"Yo insistía en
quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve
saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la
veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo
que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano
derecha por quitarle el barro de los zapatos".
Es natural y propio
de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto
darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera
de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve.
No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si
añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del
color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del
folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán
todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros
mejores cuentos nacionales.
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