No hay novelistas precoces. Todos los
grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores
aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.
La literatura es lo mejor que se ha inventado
para defenderse contra el infortunio.
En toda ficción, aun en la de la imaginación
más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima,
visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a
sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención
químicamente pura no existe en el dominio literario.
La ficción es, por definición, una impostura
-una realidad que no es y sin embargo finge serlo- y toda novela es una mentira
que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende
exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de ilusionismo y
prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros.
En esto consiste la autenticidad o sinceridad
del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de
sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que
en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas
de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el
éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal
novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas).
La mala novela que carece de poder de
persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira
que nos cuenta.
La historia que cuenta una novela puede ser
incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella
incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.
La sinceridad o insinceridad no es, en
literatura, un asunto ético sino estético.
La literatura es puro artificio, pero la gran
literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
Para contar por escrito una historia, todo
novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la
ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a
contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.
El de las novelas es un tiempo construido a
partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que
la artesanía del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este
modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real.
Lo importante es saber que en toda novela hay
un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que,
aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos,
diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan
resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela.
Si un novelista, a la hora de contar una
historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder
ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin.
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